Opinión
Ver día anteriorMartes 15 de septiembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Una singular reunión de periodistas
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ué excelente idea la de El Universal y su director Francisco Ealy Ortiz de organizar a través del ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, el doctor Juan Ramón de la Fuente, este encuentro de periodismo y llamar a periodistas de distintos diarios para reunirnos en una tarea común, la de reflexionar durante dos días sobre lo que hacemos.

Para mí es un honor compartir esta mesa con Nélida Piñón, la gran, la entrañable escritora brasileña que admiro y amo hace muchísimos años, autora de La fuerza del destino, La república de los sueños, La dulce canción de Cayetana, Premio Príncipe de Asturias, y con la joven escritora Adriana Malvido, quien estuvo presente en Palenque en el momento mismo del descubrimiento de la Reina Roja y es autora de libros indispensables como la biografía Nahui Olin: la mujer del sol, que sin ella estaría totalmente olvidada y de las cartas que el primero de los llamados tres grandes, el joven José Clemente Orozco, le escribió a una casi niña de quien se enamoró.

También desde luego es un gusto compartir con todos ustedes aquí presentes que son los periodistas y los escritores del futuro.

Para pasar al tema que nos ocupa quisiera recordar que José Emilio Pacheco fue uno de los puntales del suplemento México en la cultura, que aparecía los domingos. Recibía los textos y no sólo los corregía, los rehacía por completo como rehizo los últimos libros de Fernando Benítez.

José Emilio Pacheco no toleraba el rechazo a los demás ni la burla o el escarnio y alguna vez lo vi correr tras de un colaborador rechazado y decirle: Deme su artículo, sólo le faltan algunas precisiones, no se preocupe vamos a publicarlo.

A través de sus ensayos en el suplemento nos puso la poesía en las manos, la platicó para que pudiéramos decirla en la calle, en el aula, en la manifestación. Junto a ella acomodó, como si fuera lo más fácil del mundo, los grandes temas de la muerte y de la vida, del viaje y del conocimiento al traducir a Beckett y a Marcel Schwob, a Oscar Wilde y Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, a Apollinaire y a los griegos.

Dudo que algún periodismo cultural de nuestro continente pueda superar la gran lección de los inventarios que José Emilio Pacheco publicó primero en el periódico Excélsior y luego en la revista Proceso y fueron el alimento de miles de lectores, jóvenes y viejos, deseosos de aprender y, por tanto, ansiosos de leerlo. Con esa columna él nos hizo más cultos y más ingeniosos y nos dio la sensación de ser mejores de lo que realmente somos. José Emilio pasaba de Corín Tellado y Marilyn Monroe a Rulfo o al ex presidente chileno Salvador Allende, y en todos no sólo nos legaba su enorme cultura sino su infinita sensibilidad.

Ahora, a raíz de su desaparición, lo único que esperamos todos es que los inventarios sean recogidos en un libro.

Durante su vida entera, Rosario Castellanos hizo periodismo cultural. Su crítica literaria era esperada por todos semana tras semana, ya que divulgó la obra no sólo de la filósofa Simone Weil, a quien admiraba, sino la de muchos de los autores de quienes no se hablaba tanto en México, desde Jane Austen, las hermanas Brontë, hasta Marguerite Yourcenar y Simone de Beauvoir, Ligia Fagundes Telles, Clarice Lispector y Nelida Piñón, que aquí nos acompaña. Fue una de las maestras universitarias más amadas y un ícono de la literatura nacional. Envió artículos hasta el último día de su vida desde Tel Aviv, Israel, como embajadora de México, donde murió el 7 de agosto de 1974 al electrocutarse con una lámpara casera en la sede de la embajada.

No sólo fue una académica, una maestra, un ser de excepción sino que anduvo por los caminos de Chiapas, montó a caballo (una vez se subió al revés y alegó que el caballo no tenía cabeza) recorrió caminos lodosos en medio de la neblina para llevar el Teatro Petul de pueblo en pueblo.

El guiñol se convirtió en el arma más eficaz de propaganda que encontró Rosario, y en la manera más inmediata de dialogar con los indígenas.

Rosario Castellanos escribió obras de teatro con un personaje Petul, muñequito vestido de manta con sombrero de paja y a través de él se hicieron campañas de higiene y de mejoramiento económico. Rosario ponderaba los beneficios del agua, del jabón, del cepillo de dientes. El auditorio reía, los niños corrían al encuentro de su amigo Petul, quien contrarrestaba a las ro-ckolas, la Coca Cola y las cantinas de Chamula.

Mucho del lenguaje novedoso que empleó el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en su discurso se remonta a las leyendas mayas. La herencia maya es tan fuerte en los chiapanecos de hoy como lo fue la poeta muerta por accidente en 1974.

El tercer periodista cultural a quien quisiera recordar esta mañana es al polaco Ryszard Kapuscinski. En Nueva York lo vi por última vez en el encuentro internacional de Pen Club. Salman Rushdie lo apreciaba mucho y dijo que su obra Ébano (que en 2000 obtuvo en Francia el premio al mejor libro) era una deslumbrante mezcla de reportaje y de arte y que Ébano era para él el mayor logró del gran reportero polaco y lo llamó el más grande periodista de la actualidad. En Nueva York, escritores como Paul Auster y Breyten Brettenbach lo consideraron su par.

Se reunieron John Berger y Kapuscinski para dialogar sobre periodismo y literatura. “Hoy, para entender hacia dónde vamos –sostuvo Kapuscinski– no hace falta fijarse en la política, sino en el arte” y esa respuesta nos dio a todo el auditorio un gran aliento de esperanza.

También dijo que una mala persona nunca puede ser buen periodista y lamentó que los medios estén cada vez más en manos de comerciantes. Nos dejó el ejemplo de un periodista de vuelta de todo y al servicio de todos. Decía que la nuestra no es una profesión para egoístas.

Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer, es un libro que sale del periodismo como también lo es A sangre fría, de Truman Capote, y la obra entera de Tom Wolfe, el padre del new journalism.

En nuestro país Carlos Monsiváis nos demostró que en México la realidad captada y analizada por él es más aleccionadora, más fascinante y muy superior a cualquier ficción.

También nuestro querido Carlos Fuentes hablaba de Kafkahuamilpa y decía que la tragedia de Luis Donaldo Colosio y de su esposa Diana Laura Colosio se asemejaba a cualquiera tragedia de Shakespeare.

A lo largo de los años, Carlos Monsiváis cubrió –cubrir es una palabra esencialmente periodística– todos los acontecimientos relevantes de los últimos tiempos, el movimiento ferrocarrilero de 1959, el de los maestros con quienes hizo huelga de hambre al lado de José Emilio Pacheco, el movimiento estudiantil de 1968 y el del terremoto de 1985. Los padeció y los explicó en una forma insuperable.

No puedo ni pensar en lo que haría Monsiváis ahora al ver la desaparición de 43 muchachos normalistas en Ayotzinapa, pero puedo imaginar su dolor y su indignación ante la mentira, la corrupción y la total ineptitud de un gobierno que supuestamente se había comprometido con los padres de familia. De lo que sí tengo una absoluta certeza es que encararía la desaparición forzada de miles de mexicanos y desenmascararía las mentiras que hoy nos agobian.