ay fechas que marcan una generación y un país. Los sismos de 1985 son una de ellas. Para los habitantes de la ciudad de México hay un antes y un después de ese terremoto.
Ese 19 de septiembre y durante un mes más, Jesús Villaseca, joven fotoperiodista, retrató como muy pocos lo hicieron, la catástrofe de una ciudad conmocionada, el dolor y la tragedia de las víctimas, la generosidad y solidaridad ciudadana, el pasmo y la incapacidad de las autoridades gubernamentales.
En 1985 Jesús Villaseca trabajaba en el Novedades de fotógrafo de sociales. Estaba unido a ese diario por lazos profundos. Desde los seis años de edad acompañó a su padre a su trabajo en ese periódico. Ya entrada la noche, a un costado de las rotativas, su jefe le tendía una improvisada cama de cartón con las tapas de los rollos de papel, y él se acostaba en ella y miraba cómo trabajaban las máquinas, hasta que el arrullo de las planas de papel imprimiéndose lo dormían.
En 1982, con la secundaria terminada y sin expectativas de hacer la preparatoria, Villaseca estudió fotografía. Entró a chambear a Novedades en 1983, primero de laboratorista y luego, un año más tarde, de fotoperiodista.
Su amor por la fotografía venía de lejos. Era un chamaco cuando su papá lo llevó por primera vez a conocer el cuarto oscuro donde los fotorreporteros revelaban sus rollos. Él quedó deslumbrado con los focos rojos, y el misterio de ver cómo en un pedazo de papel blanco aparecían las imágenes de personas.
Su fascinación por el oficio se alimentó del encuentro con los fotógrafos del diario, que vestidos con sus chalecos y la cámara al hombro, contaban las más increíbles aventuras de su profesión. En el imaginario de Jesús, ellos eran en una especie de superhéroes de carne y hueso. Hasta que, con el paso del tiempo, nada más salir de un periodo confuso y turbulento en su vida, él quiso ser uno de ellos.
A las seis de la mañana de cada día hábil, a bordo de un viejo Volkswagen, Villaseca llevaba a su esposa a su empleo, en la guardería de la Torre de Pemex, y de allí se dirigía al periódico, donde entregaba y revelaba las fotos tomadas el día anterior. El 19 de septiembre de 1985 no fue la excepción. El tenía entonces 21 años.
Ese día, estaba ya muy cerca de las oficinas de Novedades cuando a las 7:19 su rutina cambió. Circulaba sobre avenida Juárez y su vocho comenzó a sacudirse fuertemente. Villaseca se agarró al volante para no perder el control del vehículo y siguió adelante hasta doblar en la calle de Balderas. Más adelante frenó y se estacionó.
En pleno terremoto, Villaseca sacó una cámara fotográfica Mamilla de formato medio y disparó 10 placas. Con dificultades, con el piso moviéndose aún, cambió el rollo y siguió capturando imágenes del desastre.
A su alrededor todo era caos. Un enorme anuncio de Mexicana de Aviación colocado en un edificio pintado de rosa se cayó. Al llegar a la estación del Metro Juárez la polvareda le impidió ver más allá de un metro. De repente observó cómo una de las torres de Televisa se venía abajo.
Escuchó entonces un ruido como de una paletada de tierra en su oído. El hotel Romano se derrumbó. De inmediato fue hasta allí, para encontrarse a una mujer consciente, con bolsas del mandado llenas periódicos y revistas, que tenía sus extremidades inferiores aplastadas por una enorme losa, mientras imploraba la sacaran de allí. En frío, sin anestesia, con una sierra, los socorristas tuvieron que amputarle los pies para librarla de su trampa. No resistió. A bordo de una ambulancia falleció. La escena invadió a Villaseca y se convirtió en una pesadilla que lo visitaba todas las noches.
Sin película, fue a sus oficinas y, burlando la vigilancia policiaca que impedía entrar al edificio, dejó los dos carretes con sus fotos, agarró una cámara Nikon, y se llevó 100 rollos de blanco y negro y otros 10 de color, para 36 placas cada uno. De inmediato se lanzó nuevamente a la calle a capturar imágenes.
Esa mañana recorrió todo lo que pudo. Como sabía el significado de las claves a través de las cuales los policías se comunicaban entre sí, se acercó a ellos para enterarse de los puntos claves de la tragedia. Y hacia a ellos se dirigió. Le impactaron profundamente los escombros del hotel Regis y del edificio Nuevo León, en Tlaltelolco.
En su viaje a las tinieblas se encontró con escenas desgarradoras, como la del Parque del Seguro Social, convertido en un macabro anfiteatro con cientos de cadáveres depositados en la cancha, con bolsas de hielo en el rostro, a la espera de algún familiar que los identificara. Durante horas, miles de personas hacían cola para entrar a la improvisada agencia funeraria a buscar a sus desaparecidos entre los cuerpos sin vida y sin nombre rescatados de los escombros.
Villaseca pudo enfrentar el desafío de documentar una ciudad colapsada gracias a que fue hijo del barrio bravo, chavo banda, atrabancado, rebelde, educado en la costumbre de enfrentar los peligros de la inseguridad. El riesgo siempre había sido parte de su vida cotidiana. Esa formación inicial en la adversidad le dio el temple para sortear una situación dramáticamente difícil.
A partir de los terremotos de 1985, Jesús se convirtió en una persona diferente. La sacudida le hizo preguntarse: ¿quién diablos soy? Y su respuesta fue radical. De la indolencia pasó a la sensibilidad. Comenzó a pesarle el dolor de los otros. En las calles, encontró que el 19 y 20 de septiembre no tembló igual para todos.
Crónica excepcional a través de la imagen, su libro Memoria viva: a 30 años del terremoto de 1985 es una herramienta privilegiada para no olvidar tanto lo sucedido entonces como lo que pasó después como producto de los sismos. Es, también, un testimonio gráfico que rinde homenaje a los 10 mil muertos y desaparecidos, a los 100 mil heridos, y a la multitud de socorristas y ciudadanos solidarios que protagonizaron una epopeya cívica. Es, finalmente, y gracias al oficio magistral de Villaseca, un relato vivo que llama a reflexionar sobre la ciudad que queremos.
Twitter: @lhan55