Bitácora para Cuauhnáhuac
Ricardo Venegas
Se oyen los cuacos de la otra tierra
cruzando el empedrado de las calles,
cruzando la Plazuela
como una procesión de trashumantes heridos de la noche.
Sigue hospedado Alfonso Reyes en una habitación del Bella Vista
y escribe Homero en Cuernavaca mientras deambula
en su premonición del griego antiguo,
lanza los versos del viajero y la Visión de Anáhuac,
escala Lowry en el volcán y en sus andanzas,
en esta cruz nos embriagamos hasta perder el juicio
a la memoria de los ancestros,
brinda en El Farolito,
bebe una turba de lenguajes
y en un dibujo de Montenegro deambula la Llorona,
“todo será posible menos llamarse Carlos”,
escribe Pellicer en La Parroquia.
En el Casino de la Selva
los murmullos de bardos y bohemios,
la ópera perpetua,
murales de la raza cósmica,
giros de la ruleta en el pincel,
musas del bronce espiritual.
Es el Cantar de los Cantares en alcobas,
huellas tatuadas como flores,
Ricardo Garibay conversa con los muertos
en medio del oleaje de una voz
donde la Sulamita corta el tiempo.
En su bitácora terrestre
Humboldt escucha la primavera eterna,
–eterna balacera, gritan las ánimas de los esteros,
pasan los trenes de la Estación –que ya es desierto de las almas–
con una carga de nostalgia por un reloj que ya no marca
las horas de las horas,
entran los pasajeros en diligencias que al abordar se desvanecen,
suben airados por el polvo de alguna sed que avanza. |