on más de 98 por ciento de los votos escrutados, las elecciones presidenciales realizadas en Guatemala el domingo 7 se saldaron con la sorpresiva victoria de Jimmy Morales, comediante y empresario conservador que obtuvo 23.89 por ciento de los sufragios, pese a que hasta abril ni siquiera aparecía en las encuestas. También sorpresivo fue el repunte de la ex esposa del ex presidente Álvaro Colom, Sandra Torres, quien con 19.68 por ciento de los votos mantenía un apretado segundo lugar frente a Manuel Baldizón, empresario acusado de nexos con el narcotráfico, el gran derrotado de la jornada, quien tras meses de encabezar las encuestas se quedó en el tercer sitio, con 19.59 por ciento. Con tales resultados, el ganador de la carrera presidencial se decidirá en la segunda vuelta, que se realizará el próximo 25 de octubre.
Independientemente de si a la segunda vuelta concurren Torres o Baldizón y cuál candidato gane en dicha instancia, lo más significativo de la contienda electoral es el desgaste extremo de todo el sistema político, patente como telón de fondo en todo el proceso. Así, las elecciones quedaron marcadas por la crisis de representación y el descrédito mayúsculo con que se presentó la clase política, a lo que se sumó el precedente inmediato de la renuncia del presidente.
Contra lo que tal escenario permitía pronosticar, la participación ciudadana rompió la marca histórica: siete de cada 10 electores registrados concurrieron a las urnas. No es fácil, sin embargo, determinar si este alto grado de participación respondió a una apuesta por el sistema, pese al cúmulo de afrentas –como pretende el presidente provisional, Alejandro Maldonado–, o si, por el contrario, fue resultado de una inyección masiva de recursos monetarios de última hora por algunos candidatos o consecuencia de las campañas ciudadanadas orientadas a evitar el triunfo de Baldizón.
Por desgracia, los aspirantes punteros son opciones indeseables, ya que tanto Morales como Torres y Baldizón se encuentran impugnados por su implicación en casos de corrupción o por sus respaldos inconfesables. Así, Torres es señalada por el uso de programas sociales para la promoción personal durante el gobierno de Colom, en tanto que Morales fue postulado por el Frente de Convergencia Nacional (FCN), considerado instrumento de militares autoritarios y nostálgicos de las dictaduras castrenses que asolaron Guatemala durante décadas.
Por impresentables que sean estos aspirantes, la parte principal del repudio social se dirigió a Baldizón, dirigente de Libertad Democrática Renovada (Lider). Este empresario declaró en plena campaña que, de ganar, destituiría a Iván Velásquez, titular de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), la institución que actúa bajo mandato de la Organización de Naciones Unidas y que ha desempeñado un papel fundamental en los intentos por moralizar las instituciones y combatir la corrupción. De hecho, fue la Cicig la que destapó, en abril pasado, una red de evasión fiscal dirigida por la ex vicepresidenta Roxana Baldetti, lo que dio pie a procesos jurídicos que culminaron con la destitución y encarcelamiento de Otto Pérez Molina, quien hasta la semana pasada ostentaba la presidencia de la república.
Es de lamentar, por otra parte, que no haya habido tiempo suficiente para concretar ante el proceso electoral una fórmula que recogiera los anhelos de renovación política expresados por los sectores que llevaron a la caída de Pérez Molina y que reclamaron, precisamente, la postergación de las elecciones por la falta de credibilidad de los candidatos. Ante esta realidad, es evidente que quien resulte ganador en la segunda vuelta encabezará una presidencia débil, impugnada aun antes de iniciar y desacreditada a los ojos de los ciudadanos.
Independientemente de los nombres que resulten finalmente inscritos en las boletas electorales de la segunda vuelta y de cuál de los contendientes se alce con el triunfo el próximo 25 de octubre, cabe esperar que la renovación del Ejecutivo no signifique el final, sino el inicio de una nueva etapa para los movimientos sociales y populares que pugnan por la instauración de una democracia verdadera y que empiezan a ser vistos en otras latitudes como ejemplo de que es posible enfrentar y derrotar la corrupción de las clases políticas.