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El city manager: una mala copia
L

a figura del city manager en la vida pública del municipio es probable que pronto sea imitada. Más como una novedad verbal, a semejanza de la empleada en San Pedro Garza García, que como una innovación en el marco jurídico y en la práctica municipal.

Mauricio Fernández, alcalde del municipio con mayor ingreso per cápita del país, en su campaña había prometido separar la política de la operación administrativa. Exploró entre los empresarios al posible nuevo funcionario (pregunta ingenua: ¿y por qué sólo entre los empresarios?). Al cabo no encontró respuesta, según dice, y designó a un militante panista para un puesto que no está legislado y que no funcionará, desde su raíz, como la institución que se pretende mal copiar de la concebida hace más de un siglo en Estados Unidos para la gestión pública de ciudades y condados.

En el caso concreto, el margen de autonomía que tiene el city manager para supervisar la administración citadina, la elaboración del presupuesto y la coordinación de las dependencias del aparato administrativo de la ciudad, le sería ajena al funcionario que se ha denominado secretario general del municipio. Por una simple razón: Mauricio Fernández tiene tal fuerza política y económica que así se la pasara tocando el clarinete, como lo captó la cámara en la escena final de El alcalde, el documental de Diego Enrique Osorno y Andrés Clariond Rangel, su halo caciquil convertiría al city manager o secretario general del municipio en un empleado incapaz de mover un dedo sin su permiso. En Estados Unidos, el city manager es nombrado por el consejo de la ciudad. Y el cabildo, en las condiciones de San Pedro, y de hecho en las de cualquier municipio de México, es en gran medida lo que el presidente municipal determina.

Aparte de un candidato independiente triunfador y de novedades como las de San Pedro (antes sólo era Garza García), está la noticia de cooperación entre los presidentes municipales electos del PRI. Una cooperación facciosa, pues dejaron fuera de su conaguito a sus homólogos de Movimiento Ciudadano y el independiente de García. No se trata de otra cosa sino de hacerle contrapeso al gobernador que no fue el postulado por su partido.

Con todo, esos movimientos son expresión de que el régimen municipal requiere de una reforma, y no somera. En el curso de las recientes campañas electorales no se habló siquiera de una coordinación metropolitana en los 12 municipios que conforman el área conurbada de Monterrey. Nuevo León tiene una población total de más de 4.5 millones y en esa gran conurbación, de la cual Monterrey es el centro, habitan 4 millones de habitantes. Resulta, pues, que Nuevo León es el estado más centralizado, después de Aguascalientes. O sea, que fuera de Monterrey, todo es Nuevo León. El problema es que no existe una política metropolitana.

No sólo es el problema de la concentración y centralización de recursos humanos y materiales, sino el de la representación política y la administración territorial. Sólo en el municipio de Monterrey habita casi la cuarta parte de la población total del estado (más de un millón 100 mil habitantes). Y no existe, como existían ya en el Distrito Federal desde 1929, con una población semejante a la de la capital de Nuevo León en nuestros días, una sola delegación o su equivalente.

Municipios libres y delegaciones son, por lo demás, conceptos y realidades cuyo marco jurídico-político debe transformarse. Concebido el municipio como un orden de gobierno desde la reforma de 1999 se lo mantuvo en los odres medievales que los conquistadores españoles trajeron a América. El hecho de que el gobierno municipal continúe ceñido a la figura del ayuntamiento disminuye la representación política de la ciudadanía. La elección por planillas deja en manos del presidente municipal al grueso de los integrantes de este gobierno. Ayuntados el cabildo o asamblea municipal y el funcionario que la preside, es éste, por la manera corporativa en que fue elegida su planilla, el que toma las decisiones de mayor importancia. En coyunturas críticas como la que vive el país, en que la deuda de municipios, estados y Federación nos tiene en un punto de grave riesgo para las finanzas nacionales y locales, se puede ver con mayor claridad la ausencia de contrapesos en esos tres órdenes de gobierno. Ausencia que es la expresión del ejecutivismo como rasgo más acusado del sistema político del país, y éste a su vez de la pobre representación política que nos define.

En el orden municipal se requiere, a partir de una cierta cantidad de habitantes, que los regidores sean elegidos, al igual que los dipu­tados, por distrito, y que en las zonas metropolitanas exista una cesión de facultades de parte de los municipios conurbados a una instancia administrativa que pueda determinar lo que deben y no deben hacer tales municipios, sobre todo en materia de obras públicas y ciertos permisos y autorizaciones para dar viabilidad al régimen metropolitano.

Absorto el Poder Legislativo en reformas antipopulares, antinacionales y antisoberanas como las que la legislatura saliente nos asestó, ha soslayado problemas cuyo crecimiento acromegálico ya nos impide actuar para solucionarlos. Y no se ve, por la composición de la legislatura entrante, que puedan ser siquiera abordados. La línea del viejo y otro PRI-gobierno es consolidar esas reformas.

Hoy, como nunca, el necesario golpe de timón está en el impulso de los ciudadanos.