Rocío Sagaón
alapa, Rancho Viejo. Verde la selva sublevada, gritan los follajes desbordados, Rocío ha llegado, Rocío se ha marchado, murmura la tierra húmeda abriendo sus brazos como ella los abrió para recibir a Zapata; ella, Rocío, tierra madre de Zapata fundiéndose en la danza para siempre.
Así de pronto, como son estas cosas, falleció Rosa María López Bocanegra –mejor conocida como Rocío Sagaón–, hermana del gran fotógrafo Nacho López y madre de Martín, Djael y Naolí, la bailarina más brillante de la danza mexicana, íntegra en la memoria de quienes la vimos en aquella época de oro de la danza mexicana. ¿Que de cuál oro, rezongan tantos? De oro puro, digo yo y pensamos tantos, porque en aquella época se bailaba como nunca, de una manera irrepetible y sin que las piernas estuviesen precisamente en dehors, como dicta el manuel académico, pero donde la pasión y el talento palpitaba en el pecho, donde Rocío, brillante y pulida como el oro macizo, hizo con todos ellos que su tiempo fuera llamado la época de oro de la danza mexicana, plasmado para siempre en la historia del bailar.
Rocío Sagaón fue la gran figura de este movimiento dancístico, tiempo de maravillas en la historia del arte y la cultura mexicanas, donde los grandes pintores, músicos poetas y escritores se enamoraban de la danza y de las bailarinas como si fuesen diosas. Rocío Sagaón fue la inspiración, la musa del arte con otras inolvidables bellezas, bailarinas liberadas del tru tru, del código meticuloso de la técnica, a la que sin embargo, dominaron sin Nureyevs ni Pavlovas, pero transmutándose con la raza, la tierra y el lenguaje nacional.
Nació en 1933 en Xalapa, su tierra amada, y murió allí mismo la tarde-noche del 16 de julio de 2015, con el corazón cansado. Ella fue pieza maestra del desarrollo más brillante de una danza claramente mexicana y de raíz, como siempre deseó Waldeen; fusión enriquecida con la técnica de los Estates y otras corrientes que supieron amalgamarse y crear un estilo, un sello propio en la historia de la danza en México.
Después vino y reclamó su lugar el ballet, las zapatillas de punta y el rond de jambe perfecto, el árabes hasta el cielo y cuatro tours continuos. Sin embargo, quien lo haya vivido y lo recuerde, jamás habrá olvidado, estoy segura, a gente como Rocío estrenando Zapata en Bellas Artes, donde el teatro se caía a gritos y aplausos desbordados. Con Rocío también bailaron la Manda, Los gallos, El sueño y la presencia, Tierra, Pasacaglia y Fuga –con José Limón–, Tonantzintla, El Chueco, Tres juguetes mexicanos, Huapango y tantos, tantos otros ballets que marcaron a Sagaón definitivamente como la gran bailarina de la danza contemporánea mexicana.
Duro ha sido el golpe de mi hermanita, como nos decíamos en aquellos tiempos, y doloroso recordar su gentil sonrisa y su ánimo siempre gozoso, optimista, decidido.
Pena grave que el olvido en la danza sea parte de su propia esencia, es tan sutil y efímera que nunca serán iguales las fotografías o palabras como aquellas secuencias perfectas de forma, ritmo y movimiento, emoción y sentimiento de bailarinas como Rocío Sagaón, de quien lamento tanto su muerte y el no haberla visitado lo suficiente para platicarle todo lo que de la danza y de ella pensaba, aunque sin duda siempre lo supo.
Se ha esfumado, de pronto ya no está, sólo vive en el recuerdo y en su obra. Seguramente su alma vuela danzando mientras conforma una escultura, una pintura, acaricia a sus hijos y nietos, porque ella siempre estará en su tierra amada con sus seres queridos y en la memoria de quienes la supimos valorar.
Descansa en paz, querida Rocío, hermanita inolvidable.
Cariño y recuerdo para todos sus hijos y familiares. Rocío está con nosotros.