uropa se jactó, con razones, de haber sido el continente de las democracias. Especialmente durante las décadas en que tuvo vigencia el estado de bienestar social, el continente se podía enorgullecer de combinar sistemas políticos democráticos con democracia social.
La unidad europea, que busca consolidar esos sistemas y afirmar su lugar en el mundo, se reveló su contrario. Cuando se mira hoy Europa, lo que se ve es la destrucción de los derechos sociales que han caracterizado a los países del continente durante décadas, la consolidación de la hegemonía de una nación sobre las otras, así como la pérdida de la capacidad de los ciudadanos de decidir sobre los destinos de sus países.
Se desconfigura el sistema de partidos, cuando las grandes corrientes tradicionales disuelven sus diferencias en la adhesión a las políticas de austeridad, cuando las decisiones de la gente –como el caso de Grecia– no encuentran cauces para realizarse. Al simple surgimiento de fuerzas renovadoras, que se rebelan en contra de ese consenso del gran capital financiero, se desatan los poderes conservadores –de los media al Banco Central Europeo– y sus acólitos. Nada de nuevo puede ser posible, al riesgo de que todo caiga, de que otro mundo sea posible. Davos y no Porto Alegre.
Así, tristemente, Europa exhibe al mundo un escenario de intrascendencia del continente en la política internacional, de tanto subordinarse a las políticas de Washington y ahora a su consenso. El orgullo de las especificidades europeas se disuelve y hasta el rol importante que el pensamiento europeo y su cultura han tenido en el mundo se destiñe. No vienen ideas y referencias desde Europa sino, al contrario, un mundo viejo que se resiste a cambiar.
Cuando Europa fue menos liberal, más reguladora, fue un continente más justo. Cuando se rinde al liberalismo, se suma al mundo de la desigualdad y de la exclusión social. Europa no saca lecciones de su pasado reciente, sino importa los modelos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. En lugar de valerse de su capacidad creativa de alternativas, cede a los modelos neoliberales, que han fracasado en todo el mundo.
Se vacían así sus sistemas políticos, que pierden su contenido democrático. Es un desastre para la lucha democrática en todo el mundo que las democracias europeas pierdan sentido, se vuelvan reiteración de lo mismo mediante distintas siglas partidarias.
El drama de Grecia representa esa rendición. Un pueblo elige un gobierno que quiere romper con el círculo vicioso que la dominación del capital especulativo ha impuesto a los países y a sus gobiernos. Hace una consulta popular, por la cual la ciudadanía expresa su voluntad de ruptura de esas cadenas. Pero las estructuras económicas y políticas de poder de Europa impiden que esa voluntad popular se realice. El poder del capital financiero se contrapone a la soberanía popular, a la democracia del pueblo.
¿Se termina así la democracia en Europa? Si acaso se sigue impidiendo que nuevas fuerzas, como Syriza y Podemos, lleguen al gobierno y pongan en práctica políticas alternativas, la democracia política estará siendo reducida a un cascarón sin contenido popular.
Para intentar bloquear a esas alternativas nuevas, se desata el monstruoso poder mediático para generar formas de rechazo a esas fuerzas, mediante campañas de mentiras y difamaciones, de diseminación del miedo al cambio, que es la única fuerza que queda a las fuerzas conservadoras y sus variantes mal disfrazadas de renovación de lo viejo para intentar que sobreviva.
En esa lucha entre lo viejo y lo nuevo, en el no podemos y el podemos, entre la resignación y la indignación, se juega el destino de la democracia en Europa.