a visita de la señora Bachelet, por todo lo que ella es y representa y por ser hija de quien fue, nos ha traído a la memoria a Salvador Allende y el horrendo crimen de lesa humanidad que se cometió en 1973 contra el pueblo de Chile y la democracia de América Latina.
Curiosamente, los 17 años en que, a partir de entonces, quedaron suspendidas las relaciones entre los gobiernos de ambos países, sirvieron para estrechar sobremanera los lazos que ya eran fuertes entre mexicanos y chilenos.
Muchos años después volví a Chile, y nuestro embajador me arregló una visita a la tumba de Allende. Fue muy emotiva: niños de la escuela México de Santiago me acompañaron y cantaron. Las lágrimas afloraron, pero se convirtieron en llanto cuando ellos y yo cantamos a voz en cuello el himno de la Unidad Popular: “Desde el hondo crisol de la patria…”
En viaje posterior pude encontrar en Talcahuano, la última morada de Lincoyán Aranela, aquel recio y viejo maestro de escuela cuya compañía tanto me enseñó, y sucumbió también en ese aciago mes de septiembre. También me hice presente con Pablo Neruda… Me ha quedado muy claro que mis raíces en ese país nunca lejano, forjadas con base en convivencias y peripecias durante el invierno de 1973, se habían fortalecido en el recuerdo de esos y de otros seres queridos que ahí están enterrados.
Desde mi lecho de enfermo oí los discursos de Bachellet y Peña Nieto. Confieso que a pesar de la flojera que me causan estas ceremonias, esta vez me hubiera gustado mucho estar ahí.
Me consolé leyendo la Incitación al nixonicidio de Pablo Neruda, con el consabido recuerdo a la progenitora del presidente gringo que estuvo detrás de los militares criminales, y escuchando una y otra vez un disco de 45 rpm de aquella cueca que comienza pidiendo Ayúdeme usted, compadre, a gritar un ¡Viva Chile!...
Claro está: también hice memoria de algunos asilados que vinieron a Guadalajara y me regocijé pensando en el gringo ultrarreaccionario, como la mayoría de sus paisanos, cuyas camisas y suéteres exhibían las iniciales: JM
. Puesto que me sucedió en el departamentito que habité en la céntrica calle Huérfanos hasta principios de septiembre, pensando que era yo, de ahí se lo llevaron los milicos a pasar un par de semanas en el Estadio, hasta que logró ponerse en contacto con su embajada. ¡Pensar que me dolió no encontrar a nadie más que lo pudiera aprovechar, pues resultaba un hábitat muy conveniente!
Tal vez por el calibre del significado que tuvo para mí dicha ceremonia, esperaba más de los discursos de ambos mandatarios, que no fueron más allá de lo convencional. Mientras ambos hablaban me vinieron a la mente las palabras de Salvador Allende, a quien tuve el privilegio de escuchar de viva voz en el auditorio de la Universidad de Guadalajara, que hoy lleva su nombre y, en un par de ocasiones más en Chile, antes de tener la única ocasión de saludarlo personalmente.
En fin, ustedes perdonarán que no haya resistido la tentación de hacer esta remembranza.
México has abierto tus puertas y tus manos al errante, al herido, al desterrado y al héroe.
Pablo Neruda
A Gonzalo Martínez Corbalá, embajador heroico en 1973.