on la reapertura de la embajada de Estados Unidos en La Habana, ayer, en el contexto de una ceremonia encabezada por el secretario de Estado John Kerry y su homólogo cubano, Bruno Rodríguez, se pone fin a un periodo histórico caracterizado por el distanciamiento y la confrontación entre dos naciones cercanas por aspectos geográficos y culturales diversos; se supera una de las disputas geopolíticas proverbiales del siglo XX –en la que, durante más de medio siglo, la isla dio muestras de soberanía y dignidad admirables– y se abre un margen saludable para la corrección de algunos de los aspectos más nefastos e indeseables de la política exterior de la superpotencia.
Al carácter histórico del acercamiento diplomático consumado ayer ha de añadirse su condición, hasta hace unos años, de suceso insospechado. En efecto, el restablecimiento de relaciones diplomáticas –producto de meses de negociaciones secretas entre los gobiernos de Barack Obama y Raúl Castro– contrasta con las proyecciones que auguraban y propiciaban que el acercamiento entre Washington y La Habana se produciría tras el derrocamiento violento del régimen de la isla, la implantación ahí a rajatabla del modelo capitalista y hasta una guerra civil.
Ese yerro en los análisis prospectivos de uno de los conflictos más relevantes del hemisferio se explica por el empecinamiento de Occidente y sus aliados en ignorar lo que ahora puede percibirse como solidez y estabilidad políticas del régimen cubano. Esa misma falta de criterio impidió a Washington, Bruselas y la Organización de Estados Americanos comprender que los procesos políticos cubanos no dependen, en lo esencial, de la continuidad del status quo que duró más de medio siglo, sino que obedecen a dinámicas internas determinadas de manera soberana.
Por otra parte, las posturas expresadas por ambos gobiernos en la ceremonia de ayer sientan las bases para el restablecimiento de una relación diplomática basada en el respeto y el entendimiento sobre las similitudes y, sobre todo, las diferencias que prevalecen entre ambos países, y cabe esperar que así sea, a pesar del recambio próximo en la titularidad del Ejecutivo estadunidense.
Por supuesto, la distensión coyuntural entre los gobiernos de Washington y La Habana no es suficiente para poner fin a la política injusta, agresiva y contraria a la legalidad que el primero ha ejercido contra la isla durante más de medio siglo. El gran pendiente en la agenda bilateral sigue siendo la derogación de las leyes en las que se sustenta el bloqueo económico que Estados Unidos mantiene contra Cuba desde octubre de 1960, las cuales prevalecen a pesar de la solicitud expresa formulada por el propio Obama para que se anulen, y cuya derogación pasa fundamentalmente por el Congreso del vecino país, en manos de la oposición republicana, férrea opositora del acercamiento entre ambos países.
Es de esperar, sin embargo, que el restablecimiento formal de relaciones diplomáticas, en conjunto con otras decisiones administrativas, como el relajamiento en las restricciones para viajar a Cuba, graviten en favor del cambio de percepción entre la población y los medios estadunidenses sobre el acercamiento con la isla. Por lo pronto, es evidente que el mundo asiste a un punto de inflexión en la historia de las relaciones entre Washington y La Habana, y es deseable que ambas naciones, sus respectivas autoridades y poblaciones, tengan la altura de miras necesaria para llevar esa transformación a buen puerto.