15 de agosto de 2015     Número 95

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Pros, contras y asegunes
de las unidades domésticas
campesindias minifundistas

Roberto S. Diego Quintana Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco


FOTO: Manuel Antonio Espinosa Sánchez

La primera cuestión que es pertinente considerar se refiere al concepto mismo de agricultura familiar, ya que en la diversidad mundial uno se puede imaginar una empresa productora de arroz en Arkansas, Estados Unidos, de 500 hectáreas, o un establo lechero de 200 vientres en Friesland, Holanda, o un minifundio menor a tres hectáreas con plantación de café entreverada con una multiplicidad de cultivos perennes y anuales, además de pollos, guajolotes, cerdos, borregos, chivos y bovinos (Kuojtakoloyan) de una unidad doméstica campesina e indígena de la Sierra Norte de Puebla.

Por contrastar, y considerando la tipología de las unidades de producción en México, cabe circunscribir este concepto a unidades minifundistas, en general menores a cinco hectáreas (en las sierras mucho menores, no alcanzando en muchos casos ni una hectárea); que son trabajadas por una o varias familias, hogares o unidades domésticas; con algo de mano de obra de reciprocidad, mano vuelta, o asalariada, en actividades como la cosecha; cuyos productos son en parte destinados al autoconsumo y en parte al intercambio, al mercado plaza y al mercado capitalista, y donde los productores suelen valorar su actividad mucho más allá de lo económico, como parte de una forma y un mundo de vida en donde los bienes naturales son algo más que recursos y en donde hay integrantes de la unidad doméstica que realizan actividades extra prediales y aportan recursos a esta unidad.

Para contrastar, hay que mencionar el otro extremo de la tipología, el de empresas de gran escala, mayores a diez hectáreas, que utilizan mucha maquinaria y adminículos tecnológicos, cuya mano de obra fundamentalmente es asalariada, que se dedican a producir dos o tres cultivares al año, cuyos productos están destinados al mercado capitalista, y en donde las decisiones se ciñen fundamentalmente a una lógica de la ganancia.

La política agraria en México se ha debatido entre estos dos extremos, y no obstante los vaivenes ideológicos, siempre se ha favorecido a la gran empresa y se ha estigmatizado al minifundio campesindio.

En tiempos de la posrevolución, el reparto agrario daba tierra de pegujal en los intersticios de mala tierra que quedaban entre las haciendas, tratando de salvaguardar a estas últimas de la diáspora parcelaria, con el fin de darles continuidad como la unidad de producción económicamente viable, después de más de 350 años de existencia. Incluso en el gran reparto agrario cardenista, se trató de evitar la fragmentación de las haciendas en minifundios, al otorgar las resoluciones presidenciales colectivas como las de las haciendas de Lombardía y Nueva Italia. Presidentes posteriores (Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines), conocidos como los de la contrarreforma, fomentaron y recompusieron la gran propiedad privada permitiendo los registros de propiedades privadas a una multiplicidad de familiares y prestanombres en lo que se conoció como neolatifundio. Esta consigna de gran economía de escala siguió inspirando a los hacedores de la política agraria en los años 70’s, durante el echeverrismo, al proponer la colectivización de los ejidos con el Plan Maestro de Colectivización Ejidal. En esa misma década y en la siguiente se hicieron estudios sobre la tipología de productores rurales que, a partir de datos interpretados desde una concepción empresarial, conjeturaban conclusiones infundadas y condenaban a la mayor parte de las unidades de producción definidas como “microfundistas” a su desaparición, dada su nula rentabilidad bajo la lógica economicista capitalista.

Y ya entrados en el modelo neoliberal, bajo esa misma “ilógica”, Santiago Levy y Luis Téllez se asumieron como paladines a favor de los campesinos al proponer e impulsar estrategias para usurparles sus tierras, vía expropiación o vía mercado, para transferirlas a empresas capitalistas de grandes extensiones de tierra, orientadas al mercado, en las que posteriormente estos otrora campesinos pudieran insertarse como mano de obra asalariada y vivir mejor que cuando existían parcialmente de sus parcelas. La contrarreforma agraria salinista de 1992 se coció en este caldo neoliberal, bajo la batuta de Renato Gazmuri, (asesor de Banco Mundial y ex funcionario de la contrarreforma agraria durante la dictadura de Pinochet en Chile), para incorporar la tierra de campesinos e indígenas al mercado de tierras y facilitar su usufructo por el capital trasnacional.

Esta contrarreforma se presentó como la panacea para el campo mexicano en varios foros. En uno de ellos, celebrado en Campeche, donde asistió el que escribe, uno de los invitados al acto fue Cassio Luiselli, quien fuera el coordinador general del Sistema Alimentario Mexicano (SAM), y que en ese entonces venía regresando de Corea del Sur, donde fue embajador de México. Este personaje tuvo a bien apercibir a los corifeos de la contrarreforma que o se habían equivocado de modelo o de país. Que en Corea no había un solo agricultor con más de tres hectáreas, que todos tenían menos, y que gracias al policultivo, a su organización en cooperativas y a los apoyos gubernamentales, lograban con esas extensiones de tierra ingresos de clase media, y que en su opinión ese era el tipo de tenencia de la tierra que había que impulsar en México.

Otros participantes, entre los que recuerdo a Clark Reynolds y Kirsten Appendini, además de mi persona, fuimos afines a este apercibimiento. En lo personal, agregué que México tenía a la cuarta parte de la población viviendo en el campo, y no era como Estados Unidos, donde la población económicamente activa agrícola es cercana al uno por ciento. Dije que la mayoría de las unidades domésticas en el campo mexicano eran minifundistas y que de implementarse la contrarreforma se les estaba condenando al desarraigo y a la proletarización, y que la fortaleza del campo mexicano estaba en la disponibilidad de la mano de obra, y no en la buena tierra, ni en las buenas lluvias.

Abundando sobre las noblezas del minifundio, cabe señalar que a igualdad tecnológica, conforme se reduce el tamaño del predio se aumenta la productividad por unidad de superficie, no así el de la mano de obra, pero esa en el campo mexicano abunda, migración mediante, por lo que para producir más, más nos valdría imitar a Corea y no a Estados Unidos.

Y más allá de la productividad, son las unidades domésticas campesindias minifundistas las que, debidamente orientadas y apoyadas, pueden cuidar y recomponer la sustentabilidad de los bienes naturales; son su multiactividad y sus formas y mundos de vida los que nutren la identidad de ese nosotros fincado en la cultura del maíz. Y es esa cultura campesina e indígena la que deberíamos cuidar, como lo hacen los franceses, en lugar de desdeñarla y ningunearla como hace el actual secretario de Agricultura, que insiste en querer sacar del campo a todos aquellos que tengan menos de cinco hectáreas, sin comprender que el problema no se refiere al minifundio, como bien lo han demostrado Corea, Taiwán, Japón, Holanda, y la lista sigue, sino la organización para la producción y comercialización de las unidades domésticas y el apoyo decidido de una política pública concertada con esas unidades domésticas.

Más pareciera ser que toda esta disquisición a favor del minifundio, y las confusiones de quienes están hoy arriba del elefante burocrático agropecuario salen sobrando, ya que al parecer se está tratando de concesionar mucha de la tierra minifundista para la implantación de la minería a cielo abierto. Se dice que ya se ha concesionado para exploración cerca de la totalidad de la tierra en manos de campesinos e indígenas, cien millones de hectáreas, en cuyo caso las intenciones y expectativas del secretario mencionado y de quienes defendemos una agricultura minifundista salen sobrando. Cabe en todo caso esperar a ver si esos campesindios se dejan invadir por estos nuevos designios del capital.

Pequeño productor y cadenas de valor:
mucho ruido y algunas nueces

María Luisa Luque Sánchez Directora del Área de Ciudadanía Económica para Todos de Ashoka para Mexico, Centroamérica y el Caribe

La agricultura puede ser un excelente motor para mejorar las condiciones de vida de millones de mexicanos. Se entiende que el crecimiento de este sector es hasta dos veces más efectivo en reducir la pobreza comparado con otros sectores económicos, y para ello se necesitan políticas públicas que apoyen a los pequeños agricultores, como propone la Iniciativa Valor al Campesino, y también se requieren nuevos modelos de negocio que incluyan a estos actores como proveedores, colaboradores o clientes.

Sin embargo, la manera de funcionar de los negocios y los mercados actuales excluye de la actividad empresarial a la mayoría de los agricultores, y es necesario repensar los mecanismos que hoy impiden que los pequeños productores cuenten con acceso a información sobre el mercado, tecnologías o crédito.


FOTO: Manuel Antonio Espinosa Sánchez

Por otra parte, muchas empresas agroalimentarias buscan cada vez más integrar a los pequeños productores a sus cadenas de valor. Sin embargo, en muchas ocasiones se concentran en áreas de Responsabilidad Social Empresarial (RSE), por considerar que el esfuerzo se orienta a responder a los retos del medio rural en México, y sólo en segundo lugar al desarrollo de nuevos proveedores. Este es un gran error. Para entender que no se trata de poner un parche sino realmente cambiar la rueda, se debe entablar un diálogo entre actores que permita establecer nuevos modelos de negocio inclusivos y sustentables.

En los diez años recientes muchas empresas se han planteado cómo atender mercados de bajos recursos, y aunque la pregunta es válida, en muchas ocasiones es insuficiente. Desde Ashoka creemos que la empresa debe entender que no se trata de compensar o generar una actividad adicional a su negocio “clásico”. Se trata de ver que no es operable o sostenible el modelo agroalimentario actual y que tendrán ventaja a mediano y largo plazo quienes antes repiensen su estrategia de abastos. Por lo tanto, las empresas no deben lanzar iniciativas o proyectos, sino que tienen que reconfigurar sus canales de compra.

Para comprender las implicaciones del cambio que estamos planteando, hemos colaborado con diferentes empresas pero también grandes consultoras de negocio estos años recientes. Ello nos ha permitido entrevistar a directores de compra de grandes empresas agroalimentarias en México, otras medianas y algunas familiares. En todos los casos existe un interés desde la alta dirección, que no siempre permea a lo largo y ancho de la empresa, por establecer nuevos mecanismos y acercamientos con el campo con una lógica de “agricultura inclusiva”. Es decir, una agricultura que permita la producción eficiente de productos agrícolas seguros y de alta calidad, y con prácticas que protejan y mejoren el entorno natural y las condiciones sociales y económicas de los agricultores, sus empleados y sus comunidades.

Diseñar e implementar una estrategia de “agricultura inclusiva” se confunde en muchas ocasiones con la RSE, y no se entiende que se requiere rediseñar el proceso de compra, implicando aquí los requisitos para darse de alta como proveedor (que en muchas ocasiones son un barrera importante para grupos de pequeños productores), asimismo, el cómo se establecen las compras (existencia de cartas de intención, visitas de campo y acompañamiento); cómo se transparentan las condiciones (existencia y comunicación de fichas técnicas completas), y cómo y cuándo se llevan a cabo los pagos (de contado, a siete, 30 o 60 días). Todos estos elementos que para un gran proveedor sofisticado son aceptables, son brechas difíciles de solventar para un grupo de pequeños productores. Esperar que éstos puedan lograr una organización sofisticada y compleja es simplemente irrealista, y es la empresa la que tiene que replantear no sólo estos aspectos de sus procesos, sino también los incentivos que establece a sus compradores, las metas y las métricas de evaluación.

Las matemáticas no son complicadas. Por ejemplo, México importa un tercio de la leche que consume, cuando hay cientos de miles de pequeños ganaderos con establos de diez vacas en promedio que, con la coinversión adecuada por parte del gobierno para mejorar su actividad y las empresas para la generación de canales de abasto, podrían estar reduciendo la dependencia externa y generando riqueza y oportunidades localmente.

El caso de la leche no es único: las empresas agroalimentarias importan desde granos hasta frutas que podrían producirse en México, pero al ser más “alimentarias” que “agro” se han desconectado del campo y no entienden sus ciclos o necesidades: algunas empresas hoy por hoy no compran un grano de trigo, compran harina; no compran una sola fresa, compran concentrado o extracto de fresa… y saben que esta lejanía les está creando incertidumbre y riesgo.

Estrategias de proximidad al campo resultan entonces buenas ideas, pero sobre todo buenos negocios. Para los líderes de compras de los principales agronegocios del país, desarrollar canales de compra transparentes y en la medida de lo posible directos con pequeños productores no es una estrategia para reducir costos o incrementar precios por esperar que el consumidor lo valore. Se trata de una estrategia de manejo de riesgos a medio y largo plazo.

Las necesidades de abastecimiento que enfrentan las empresas cada día son más importantes y elementos como la tasa de cambio frente al dólar actual hacen que el esfuerzo por desarrollar sistemas de compra locales tome más relevancia. Sin embargo, es necesario que estas estrategias no se vean como una solución temporal o se enmarquen en una estrategia de RSE y mercadotecnia. Es una necesidad a mediano y largo plazo que algunas empresas ya están entendiendo y requieren empezar a modificar cadenas de valor excluyentes hoy para lograr, en un futuro no muy lejano, llevar a cabo cambios profundos pero necesarios.

Campesinos: de “pobres”
a sujetos productivos

Víctor Suárez Carrera Director ejecutivo de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC)


FOTO: Manuel Antonio Espinosa Sánchez

A lo largo de los 30 años recientes, con la imposición en nuestro país de la política económica neoliberal, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial así como los gobiernos federales del PRI y del PAN y los ideólogos de la “modernización del campo” (Santiago Levy y Luis Téllez) han construido deliberadamente una falsa imagen del campesinado mexicano como “pobre”, e “improductivo”, despojándolo de su papel histórico en la construcción del México contemporáneo y de su característica intrínseca como sujeto productivo. Han decretado su “no existencia”.

En palabras de Boaventura de Sousa Santos (Una epistemología del Sur, 2013), “de acuerdo con esta lógica, la no existencia es producida bajo la forma de una inferioridad insuperable, en tanto que natural. Quien es inferior lo es porque es insuperablemente inferior, y, por consiguiente, no puede constituir una alternativa creíble frente a quien es superior”.

Sin ninguna evidencia histórica ni demostración empírica alguna, y sólo con la argumentación ideológica y falaz de que “a mayor escala en las unidades de producción rural (UPR), mejor asignación de los recursos y mayor productividad y competitividad”, el gobierno mexicano estableció como política de Estado el apoyo productivo a la agricultura comercial, que representa no más de diez por ciento de las UPR, y la exclusión de 90 por ciento de las UPR, que son pequeñas y medianas. A éstas últimas las reclasificó como “pobres”, como objeto únicamente de ayuda para pobres, es decir, asistencialismo público y filantropía privada.

De esta forma, durante tres décadas se ha concentrado la inversión productiva en una minoría y el campo y la nación han desperdiciado e inhibido la energía y el potencial productivo de casi cinco millones de unidades de producción familiar, provocando un acelerado incremento en la desigualdad y en la pobreza; estancamiento económico, y crecientes dependencia alimentaria, desempleo y migración, así como un grave deterioro de la cohesión social, los recursos naturales y el medio ambiente.

Ningún país puede progresar excluyendo al 90 por ciento de su sector productivo rural.

Lo anterior se ha llevado a cabo para favorecer tres objetivos centrales del capital trasnacional: i) la privatización del sistema alimentario mexicano y su control por las corporaciones agroalimentarias globales; ii) la expulsión masiva de la mano de obra depauperada del campo para el sector “dinámico” de la agricultura, para las maquilas y para la desfalleciente economía estadounidense, y iii) el despojo de los territorios y recursos naturales en manos campesinas.

Por último y no lo menos importante, la trasmutación neoliberal del campesinado de sujeto productivo en “pobre” ha operado como una profecía auto cumplida, empobreciéndolo en forma creciente y utilizándolo como votante cautivo por medio de los múltiples y crecientes programas para el “combate a la pobreza”.

Esto no puede ni debe continuar. Por ello surgió la Iniciativa Valor al Campesino, que tiene como objetivo central lograr el respeto, revaloración y apoyo del Estado y de la sociedad al campesinado como sujeto productivo, con un enorme potencial productivo, social y ambiental por desplegar para el bienestar de sus familias y el de todo nuestro país.

opiniones, comentarios y dudas a
[email protected]