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Pros, contras y asegunes Roberto S. Diego Quintana Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco
La primera cuestión que es pertinente considerar se refiere al concepto mismo de agricultura familiar, ya que en la diversidad mundial uno se puede imaginar una empresa productora de arroz en Arkansas, Estados Unidos, de 500 hectáreas, o un establo lechero de 200 vientres en Friesland, Holanda, o un minifundio menor a tres hectáreas con plantación de café entreverada con una multiplicidad de cultivos perennes y anuales, además de pollos, guajolotes, cerdos, borregos, chivos y bovinos (Kuojtakoloyan) de una unidad doméstica campesina e indígena de la Sierra Norte de Puebla. Por contrastar, y considerando la tipología de las unidades de producción en México, cabe circunscribir este concepto a unidades minifundistas, en general menores a cinco hectáreas (en las sierras mucho menores, no alcanzando en muchos casos ni una hectárea); que son trabajadas por una o varias familias, hogares o unidades domésticas; con algo de mano de obra de reciprocidad, mano vuelta, o asalariada, en actividades como la cosecha; cuyos productos son en parte destinados al autoconsumo y en parte al intercambio, al mercado plaza y al mercado capitalista, y donde los productores suelen valorar su actividad mucho más allá de lo económico, como parte de una forma y un mundo de vida en donde los bienes naturales son algo más que recursos y en donde hay integrantes de la unidad doméstica que realizan actividades extra prediales y aportan recursos a esta unidad. Para contrastar, hay que mencionar el otro extremo de la tipología, el de empresas de gran escala, mayores a diez hectáreas, que utilizan mucha maquinaria y adminículos tecnológicos, cuya mano de obra fundamentalmente es asalariada, que se dedican a producir dos o tres cultivares al año, cuyos productos están destinados al mercado capitalista, y en donde las decisiones se ciñen fundamentalmente a una lógica de la ganancia. La política agraria en México se ha debatido entre estos dos extremos, y no obstante los vaivenes ideológicos, siempre se ha favorecido a la gran empresa y se ha estigmatizado al minifundio campesindio. En tiempos de la posrevolución, el reparto agrario daba tierra de pegujal en los intersticios de mala tierra que quedaban entre las haciendas, tratando de salvaguardar a estas últimas de la diáspora parcelaria, con el fin de darles continuidad como la unidad de producción económicamente viable, después de más de 350 años de existencia. Incluso en el gran reparto agrario cardenista, se trató de evitar la fragmentación de las haciendas en minifundios, al otorgar las resoluciones presidenciales colectivas como las de las haciendas de Lombardía y Nueva Italia. Presidentes posteriores (Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines), conocidos como los de la contrarreforma, fomentaron y recompusieron la gran propiedad privada permitiendo los registros de propiedades privadas a una multiplicidad de familiares y prestanombres en lo que se conoció como neolatifundio. Esta consigna de gran economía de escala siguió inspirando a los hacedores de la política agraria en los años 70’s, durante el echeverrismo, al proponer la colectivización de los ejidos con el Plan Maestro de Colectivización Ejidal. En esa misma década y en la siguiente se hicieron estudios sobre la tipología de productores rurales que, a partir de datos interpretados desde una concepción empresarial, conjeturaban conclusiones infundadas y condenaban a la mayor parte de las unidades de producción definidas como “microfundistas” a su desaparición, dada su nula rentabilidad bajo la lógica economicista capitalista. Y ya entrados en el modelo neoliberal, bajo esa misma “ilógica”, Santiago Levy y Luis Téllez se asumieron como paladines a favor de los campesinos al proponer e impulsar estrategias para usurparles sus tierras, vía expropiación o vía mercado, para transferirlas a empresas capitalistas de grandes extensiones de tierra, orientadas al mercado, en las que posteriormente estos otrora campesinos pudieran insertarse como mano de obra asalariada y vivir mejor que cuando existían parcialmente de sus parcelas. La contrarreforma agraria salinista de 1992 se coció en este caldo neoliberal, bajo la batuta de Renato Gazmuri, (asesor de Banco Mundial y ex funcionario de la contrarreforma agraria durante la dictadura de Pinochet en Chile), para incorporar la tierra de campesinos e indígenas al mercado de tierras y facilitar su usufructo por el capital trasnacional. Esta contrarreforma se presentó como la panacea para el campo mexicano en varios foros. En uno de ellos, celebrado en Campeche, donde asistió el que escribe, uno de los invitados al acto fue Cassio Luiselli, quien fuera el coordinador general del Sistema Alimentario Mexicano (SAM), y que en ese entonces venía regresando de Corea del Sur, donde fue embajador de México. Este personaje tuvo a bien apercibir a los corifeos de la contrarreforma que o se habían equivocado de modelo o de país. Que en Corea no había un solo agricultor con más de tres hectáreas, que todos tenían menos, y que gracias al policultivo, a su organización en cooperativas y a los apoyos gubernamentales, lograban con esas extensiones de tierra ingresos de clase media, y que en su opinión ese era el tipo de tenencia de la tierra que había que impulsar en México. Otros participantes, entre los que recuerdo a Clark Reynolds y Kirsten Appendini, además de mi persona, fuimos afines a este apercibimiento. En lo personal, agregué que México tenía a la cuarta parte de la población viviendo en el campo, y no era como Estados Unidos, donde la población económicamente activa agrícola es cercana al uno por ciento. Dije que la mayoría de las unidades domésticas en el campo mexicano eran minifundistas y que de implementarse la contrarreforma se les estaba condenando al desarraigo y a la proletarización, y que la fortaleza del campo mexicano estaba en la disponibilidad de la mano de obra, y no en la buena tierra, ni en las buenas lluvias. Abundando sobre las noblezas del minifundio, cabe señalar que a igualdad tecnológica, conforme se reduce el tamaño del predio se aumenta la productividad por unidad de superficie, no así el de la mano de obra, pero esa en el campo mexicano abunda, migración mediante, por lo que para producir más, más nos valdría imitar a Corea y no a Estados Unidos. Y más allá de la productividad, son las unidades domésticas campesindias minifundistas las que, debidamente orientadas y apoyadas, pueden cuidar y recomponer la sustentabilidad de los bienes naturales; son su multiactividad y sus formas y mundos de vida los que nutren la identidad de ese nosotros fincado en la cultura del maíz. Y es esa cultura campesina e indígena la que deberíamos cuidar, como lo hacen los franceses, en lugar de desdeñarla y ningunearla como hace el actual secretario de Agricultura, que insiste en querer sacar del campo a todos aquellos que tengan menos de cinco hectáreas, sin comprender que el problema no se refiere al minifundio, como bien lo han demostrado Corea, Taiwán, Japón, Holanda, y la lista sigue, sino la organización para la producción y comercialización de las unidades domésticas y el apoyo decidido de una política pública concertada con esas unidades domésticas. Más pareciera ser que toda esta disquisición a favor del minifundio, y las confusiones de quienes están hoy arriba del elefante burocrático agropecuario salen sobrando, ya que al parecer se está tratando de concesionar mucha de la tierra minifundista para la implantación de la minería a cielo abierto. Se dice que ya se ha concesionado para exploración cerca de la totalidad de la tierra en manos de campesinos e indígenas, cien millones de hectáreas, en cuyo caso las intenciones y expectativas del secretario mencionado y de quienes defendemos una agricultura minifundista salen sobrando. Cabe en todo caso esperar a ver si esos campesindios se dejan invadir por estos nuevos designios del capital.
Campesinos: de “pobres” Víctor Suárez Carrera Director ejecutivo de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC)
A lo largo de los 30 años recientes, con la imposición en nuestro país de la política económica neoliberal, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial así como los gobiernos federales del PRI y del PAN y los ideólogos de la “modernización del campo” (Santiago Levy y Luis Téllez) han construido deliberadamente una falsa imagen del campesinado mexicano como “pobre”, e “improductivo”, despojándolo de su papel histórico en la construcción del México contemporáneo y de su característica intrínseca como sujeto productivo. Han decretado su “no existencia”. En palabras de Boaventura de Sousa Santos (Una epistemología del Sur, 2013), “de acuerdo con esta lógica, la no existencia es producida bajo la forma de una inferioridad insuperable, en tanto que natural. Quien es inferior lo es porque es insuperablemente inferior, y, por consiguiente, no puede constituir una alternativa creíble frente a quien es superior”. Sin ninguna evidencia histórica ni demostración empírica alguna, y sólo con la argumentación ideológica y falaz de que “a mayor escala en las unidades de producción rural (UPR), mejor asignación de los recursos y mayor productividad y competitividad”, el gobierno mexicano estableció como política de Estado el apoyo productivo a la agricultura comercial, que representa no más de diez por ciento de las UPR, y la exclusión de 90 por ciento de las UPR, que son pequeñas y medianas. A éstas últimas las reclasificó como “pobres”, como objeto únicamente de ayuda para pobres, es decir, asistencialismo público y filantropía privada. De esta forma, durante tres décadas se ha concentrado la inversión productiva en una minoría y el campo y la nación han desperdiciado e inhibido la energía y el potencial productivo de casi cinco millones de unidades de producción familiar, provocando un acelerado incremento en la desigualdad y en la pobreza; estancamiento económico, y crecientes dependencia alimentaria, desempleo y migración, así como un grave deterioro de la cohesión social, los recursos naturales y el medio ambiente. Ningún país puede progresar excluyendo al 90 por ciento de su sector productivo rural. Lo anterior se ha llevado a cabo para favorecer tres objetivos centrales del capital trasnacional: i) la privatización del sistema alimentario mexicano y su control por las corporaciones agroalimentarias globales; ii) la expulsión masiva de la mano de obra depauperada del campo para el sector “dinámico” de la agricultura, para las maquilas y para la desfalleciente economía estadounidense, y iii) el despojo de los territorios y recursos naturales en manos campesinas. Por último y no lo menos importante, la trasmutación neoliberal del campesinado de sujeto productivo en “pobre” ha operado como una profecía auto cumplida, empobreciéndolo en forma creciente y utilizándolo como votante cautivo por medio de los múltiples y crecientes programas para el “combate a la pobreza”. Esto no puede ni debe continuar. Por ello surgió la Iniciativa Valor al Campesino, que tiene como objetivo central lograr el respeto, revaloración y apoyo del Estado y de la sociedad al campesinado como sujeto productivo, con un enorme potencial productivo, social y ambiental por desplegar para el bienestar de sus familias y el de todo nuestro país.
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