yer expiraron tres de los cuatro delitos de agresión sexual por los cuales la justicia sueca ha ordenado comparecer a Julian Assange, el fundador de Wikileaks. Durante cinco años la fiscalía del país escandinavo ha exigido interrogar al informador australiano en territorio sueco sin formular ninguna acusación formal en su contra, e incluso pidió al gobierno británico una orden de extradición que la justicia inglesa concedió, pese a que no había siquiera una orden de captura. Para evitar su traslado a Suecia, Assange pidió asilo hace más de tres años en la embajada de Ecuador en Londres, donde permanece hasta la fecha en calidad de refugiado.
Desde el inicio, el perseguido señaló que los delitos con los cuales se le relacionan eran una fabricación del gobierno de Estados Unidos orientados a capturarlo y juzgarlo por su papel en la revelación y difusión de documentos de ese país que pusieron en evidencia los crímenes de lesa humanidad cometidos por las fuerzas de Washington en Afganistán e Irak, así como la injerencia ilegal del Departamento de Estado en numerosos países.
Lo cierto es que desde el 19 de julio de 2012 el gobierno ecuatoriano ha propuesto diversas vías para resolver el conflicto judicial y diplomático, y que todas han sido rechazadas por Estocolmo y Londres. Por ejemplo, el canciller Ricardo Patiño ofreció entregar al refugiado si el gobierno sueco se comprometía a no extraditarlo a Estados Unidos. Posteriormente, Quito propuso que las autoridades del país escandinavo interrogaran a Assange por medio de videoconferencia, o bien que acudieran a la sede diplomática a practicar la diligencia, procedimientos habituales en Europa.
Pero tanto Estocolmo como Londres rechazaron cualquier posibilidad de arreglo y permitieron, en consecuencia, la expiración de los delitos investigados. Es obligado preguntarse por qué, si las autoridades suecas tenían algún interés en defender los derechos de las mujeres presuntamente agraviadas, dejaron correr el tiempo hasta que fuera imposible fincar responsabilidades al denunciado. La única respuesta a la vista es que las denuncias respectivas eran una simple coartada para llevar a Assange a territorio sueco, donde Washington habría podido reclamar su extradición por acusaciones relacionadas con las revelaciones de Wikileaks.
Hay razones para concluir que el proceso legal que involucra al periodista australiano es en realidad una persecución implacable por su decisión de poner en conocimiento de la opinión pública mundial los entretelones impresentables de las instituciones gubernamentales.
En tal circunstancia, es digna de encomio la firme actitud ecuatoriana en defensa de Julian Assange a lo largo de más de tres años, durante los cuales el gobierno del país sudamericano ha resistido presiones y amenazas abiertas –y cabe suponer que también encubiertas– de las potencias involucradas. Esta conducción del gobierno que encabeza Rafael Correa contrasta con la campaña occidental que se empeña en presentarlo como enemigo de la libertad de expresión, cuando han sido Estados Unidos, Suecia y Gran Bretaña los que han protagonizado la persecución de individuos que pugnan por la verdad, como Chelsea Manning, Edward Snowden y el propio Assange.
Resulta deplorable que los gobiernos de Europa occidental se hayan rebajado a desempeñar el papel de policías de Washington, como lo muestra este episodio y quedó claro con el secuestro del presidente boliviano, Evo Morales, urdido y ejecutado en julio de 2013 por los gobiernos de Francia, España, Italia y Portugal, presumiblemente por órdenes de la Casa Blanca, ante la presunción –infundada– de que Snowden viajaba a bordo del avión del mandatario.
La persecución contra Assange debe terminar. Es tiempo de que los gobiernos occidentales reconozcan que él y Wikileaks han realizado un aporte fundamental a la democracia y a la transparencia en Estados Unidos, Europa y el resto del mundo.