a rigidez de las leyes migratorias destroza a las familias por todo el mundo. La gran mayoría de las víctimas se localiza en los sectores que al internarse en algún país del llamado primer mundo se instalan en él sin documentos y quedan permanentemente vulnerables, con fundados temores de ser deportados y perdiendo todo lo que lograron alcanzar donde trabajaron con denuedo.
Existen muchos y bien fundamentados estudios sobre las causas de la migración indocumentada hacia Estados Unidos y países ricos de Europa. Es considerable el cúmulo de estadísticas que muestran los aportes económicos que hace la mano de obra indocumentada a la población en general del país donde sacrificadamente laboran. Es muy amplio el catálogo de películas y reportajes que ilustra la vida cotidiana de mujeres y hombres sin papeles que súbitamente son expulsados del pretendido paraíso. Toda esta información y estudios deberían sensibilizarnos para comprender el drama de las familias migrantes indocumentadas; sin duda son ayudas para quien pretenda entender el problema.
Lo conocido por la literatura sobre el tema ha contribuido para hacerme consciente de la angustia diaria en que se desenvuelve la vida de quienes algunos llaman ilegales. Pero en días pasados tuve frente a mí a personas que viven todos los días la posibilidad de que la pavorosa migra corte de tajo el horizonte que tanto les ha costado construir.
Conocí en Norristown, cerca de Filadelfia, Pensilvania, el Centro de Cultura, Arte, Trabajo y Educación (Ccate) que coordina Obed Arango Hisijara. Él es antropólogo, fotógrafo de altos vuelos y promotor cultural. Emigró a Estados Unidos para cursar un posgrado en teología en Filadelfia, en el Eastern Baptist Theological Seminary. Paulatinamente se acrecentó su interés por servir a la comunidad sin papeles, primero documentando la opresiva realidad en que se desenvuelve y, después, con la creación de Ccate. Este comenzó como espacio en que niños y niñas, principalemente latinos, aprendieran a expresarse mediante distintas disciplinas artísticas.
En Ccate comenzaron a confluir no nada más niños, niñas, adolescentes y universitarios, sino también las que Obed llama supermamás. Inicialmente ellas acudían al centro para llevar a sus hijos e hijas a los cursos y actividades, y esperaban a que terminaran para llevarlos de regreso a casa. Las conversaciones y amistad entre ellas llevaron a ideas para involucrarse en la vida del centro. A la par Obed y el equipo voluntario que colabora (multicultural, por lo menos bilingüe –inglés/español– y distintos grados de escolaridad) fueron sensibles y propusieron formas de que ellas fueran incluidas en el proyecto.
Pude conversar con algunas supermamás de Ccate provenientes de Puebla, Guerrero y el Distrito Federal. Una me compartió que su esposo, después de varios años de vivir en Estados Unidos, fue deportado. Ella ha tenido que tomar toda la responsabilidad para sostener económicamente a sus hijos. Su pareja no ha podido regresar a territorio estadunidense; ella se está planteando la posibilidad de retornar a México y así tener reunida a la familia hoy separada. Hay otros casos similares.
La mayoría de los niños y niñas de Ccate son ciudadanos estadunidenses (y también tienen la nacionalidad del país de origen de sus progenitores), pero los padres no, y migración en Estados Unidos es inmisericorde a la hora de aplicar sus estrechos criterios para expulsar a los indocumentados. El resultado es familias rotas, divididas por miles kilómetros y sin posibilidad de reunificarse. Me sacudió conocer rostros y corazones que están viviendo esa tragedia.
Un caso que me toca de cerca es el de mi amiga Jael de la Luz García, historiadora formada en la UNAM. Jael es autora de El movimiento pentecostal en México: la Iglesia de Dios, 1926-1948 (Letra Ausente/Editorial Manda, 2010). En México conoció y contrajo matrimonio con Alexander Manda, ciudadano británico. Aquí nacieron su hijo Thawale (ocho años) y su hija Makeda (seis años). La mamá de Alexander (hijo único) fue diagnosticada con Alzheimer; fue cuando él decidió regresar a Londres para cuidarla. Viajaron con él Jael y sus hijos.
Hace poco más de un año Jael regresó a México por cuestiones académicas. Hizo gestiones en la embajada británica para volver a Londres con visa de esposa de un ciudadano británico. Entonces comenzó su tortura migratoria. Ella cuenta que junto con Alexander, por “más de un año, dos veces hicimos los debidos trámites que pidieron para que me dieran la visa de esposa; pagamos y nunca violamos las normas que nos pidieron. Me negaron dos veces la visa de esposa, argumentando que mi esposo no tiene la suficiencia económica como sponsor. Los documentos no se revisaron en la ciudad de México, sino en la representación consular en Bogotá, Colombia. Pagamos todo, ambas ocasiones, y los argumentos que presentan no son ciertos. […] Sólo han basado su consideración en cuestiones económicas.Pediré la revisión de mi caso y que se investiguen todos los requisitos. No quiero seguir viviendo esta separación forzada”. Jael sostiene que el racismo es un componente para negarle la visa; su esposo es de piel oscura, y ella, morena clara.
Jael ha solicitado ser recibida por el embajador británico en México, Duncan Taylor. Quien desee solidarizarse con ella y mostrar su rechazo a la forma en que ha sido tratada por funcionarios de migración británicos haría bien si escribe a la dirección electrónica de la representación diplomática inglesa ([email protected]). Hago mía la consigna de Jael: ¡No más separación forzada! ¡Ningún ser humano es ilegal! ¡Respeto a mis derechos y dignidad como mujer y madre!