os eventos deportivos provocan a veces movimientos populares tan considerables que rebasan el terreno del deporte y devienen un fenómeno social revelador. Es el caso del Tour de France, competencia ciclista que se lleva a cabo cada año en junio y representa un fenómeno nacional e internacional que debería interesar a los observadores, así se apasionen o no por el deporte.
A los evocadores títulos de La soledad de un corredor de fondo y La angustia del portero en el momento del penalti podría añadirse el de La ebriedad del esprínter en la última vuelta. Desde luego, no se trata aquí de droga, a menos que se considere la velocidad como tal, en cuanto excitante poderoso que actúa sobre el organismo aumentando la energía y las capacidades de un individuo.
Como cada año desde 1975, el Tour de France termina con la decena de vueltas que los ciclistas dan a la avenida de los Champs-Elysées ante el jolgorio de un nutrido público instalado, desde la madrugada, en las banquetas cuando no trepados en los árboles.
Durante el Tour de France, 15 millones de personas pudieron aplaudir el paso de los ciclistas formándoles una larga valla de 3 mil 360 kilómetros, durante tres semanas (del 4 al 26 de julio). Esto da también la ocasión de transmitir televisivamente el espectáculo de los más bellos paisajes del país, lo cual constituye la mejor campaña publicitaria para la promoción del turismo.
Hubo momentos espectaculares como la competencia entre el campeón de este año, el británico Chris Froome, y el segundo en el podio, el colombiano Nairo Quintana al escalar un pico de montaña. También, como se debe en un evento vivo de tales dimensiones, hubo dramas: caídas tumultuosas, deserciones inesperadas, controles constantes de droga, sospechas inmerecidas, agresiones: Froome recibió un balde de orina arrojado por un espectador chovinista, quien no soporta la superioridad del campeón británico y lo acusa de doparse. Tachuelas y clavos fueron echadas a su paso. Por fortuna, estos actos fueron aislados: prevaleció el ambiente festivo.
Sin duda, el deporte más popular en Francia, el Tour de France tiene virtudes raras: ser gratuito, familiar (a diferencia del box u otros deportes populares
, los niños pueden asistir sin afectar su sensibilidad y desarrollo moral
), comprensible a cualquiera, sus reglas no requieren una iniciación como lo exigen el rugby, el tenis o el futbol. Se trata, simplemente, de ganar una carrera. Nada más sencillo, como sencillo parece pedalear: ¿quién no se ha subido a una bicicleta alguna vez en la vida?
La identificación con los ciclistas es semejante a la que ofrece un espejo a quien se mira. En el cual se descubre la propia imagen. Idealizada, tal vez. El espectador del Tour se encarna en tal o cual ciclista. Deseoso de salir victorioso, se identifica con el ganador. El espejo se resquebraja: la imagen reflejada es la de ese otro que no se es. En el mejor de los casos, la mayoría por fortuna, ese otro es causa de asombro. Se abandona el culto de sí mismo. Se puede, al fin, admirar las proezas de las cuales no se es el héroe.
Después de la tensión vivida durante las etapas de montaña en los Alpes y los Pirineos, el momento más esperado, cumbre de ese periplo, es la llegada de los ciclistas a los Champs-Elysées. Sin embargo, como en los años anteriores, se sabe quién es el triunfador. Chris Froome en este caso. Quiénes lo acompañarán en el podio. Y, sin embargo, hay un suspenso, una espera, un entusiasmo más que latente.
La cerise sur le gâteau, como dicen los franceses para indicar lo mejor. Ese último regalo que, acaso, supera a los anteriores: la competencia final, la decisiva, la de los esprínters.
Después del paseo dominical de adioses, calma chicha que presagia el huracán, el final apoteótico de esa carrera vertiginosa al pie de Arco del Triunfo, de unos cuantos muchachos, los cuales se van eliminando unos a otros, extraviados en la embriaguez de esa caída a la gloria.