Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La patinadora

H

ora pico. En el microbús no quedaba espacio para un alfiler. El calor y la humedad hacían bochornoso el aire. Apoyados unos contra otros, los viajeros soportábamos la misma estrechez y aun el movimiento más leve era causa de inquietud y molestia para el vecino.

Las violentas maniobras del chofer para avanzar entre los grupos de manifestantes y las interminables filas de automóviles fueron otras tantas causas de irritabilidad y tensión. Hubo un conato de pleito entre dos hombres y se escucharon los gemidos de un bebé. Su madre le dio el pecho y se dirigió al chofer en tono de súplica: Por lo que más quiera, ¡sáquenos de aquí! Lo hago si me dice por dónde, respondió el conductor señalando hacia los manifestantes que iban por la avenida, la hilera de autobuses foráneos que inhabilitaban la lateral y los tráileres que, a vuelta de rueda, invadían el carril izquierdo. Está prohibido que esos camionsotes circulen por aquí, comentó un joven con aspecto de oficinista. Se oyeron risas y de nuevo el llanto del bebé.

Del fondo del microbús surgió la voz grave de un hombre: ¡Puerta, puerta! Aquí me bajo. Decidí imitarlo. Con dificultades, sin tiempo para disculparme con las víctimas de mis tacones de aguja, llegué a la salida y pude bajar del microbús. Llovía. El piso estaba resbaloso, grasiento, salpicado de papeles sucios, vasos desechables y bolsas de plástico. Eso me dificultaba el paso. Lamenté haberme puesto zapatillas en vez de tenis o botas. Entonces recordé a la muchacha que había visto por la tarde, sentada en una banqueta, llorando desconsolada.

II

Aunque tenía prisa por llegar con mi dentista, me resultó imposible seguir de largo y me acerqué: ¿Se siente mal? La joven negó con la cabeza y se cubrió la cara con las manos para ocultar su desconsuelo. El suelo está mojado. Le va a hacer daño: levántese, dije. La muchacha se inclinó para atarse uno de sus tenis y se puso de pie. De estatura regular, delgada, vestía suéter con lentejuelas, falda negra tubular y chaleco largo con flecos. Pensé que, inspirada en las revistas de espectáculos, se guiaba por los dictados de la moda.

¿Ya se siente mejor? El rostro de la joven se alteró anunciando un nuevo acceso de llanto y apenas logré entender lo que decía: Cuando mi hermana Luisa sepa que me los robaron me va a salir con que soy una imbécil descuidada; pero no fue mi culpa, se lo juro. Los metí en la bolsa de plástico que siempre cargo y la asenté en la banca mientras me ponía los tenis; cuando quise agarrarla para irme a la parada de las combis, la bolsa ya no estaba. ¡Me la robaron!

El tono angustiado reflejaba una pérdida lamentable y pregunté: ¿Qué cargaba en la bolsa?

La desconocida me miró como si le extrañara que yo no lo supiera: Mis zapatos de tacón. Hace poquito los compré. Estaban casi nuevos. Sólo me los he puesto para venir al trabajo. ¿Qué hago, cómo me presento mañana? La muchacha me sorprendió viéndole los tenis y adivinó mis pensamientos: En la llantera están prohibidos. Allí es obligatorio ir bien presentada y con zapatos altos: abiertos o cerrados, del color que uno quiera, pero de tacón.

Era evidente que la joven no disponía de otro calzado acorde a las exigencias de su empleo y que necesitaba sobreponerse a esa circunstancia: Preséntese mañana en su trabajo y cuéntele a su jefe lo que le sucedió. Le aseguro que él la entenderá. Por su expresión, y después por sus palabras, comprendí que la muchacha no tenía motivos para mostrarse tan optimista como yo: “El día 15 cumplí un mes en la llantera: estoy a prueba. Según lo que me han dicho y lo que he visto, el jefe no se toca el corazón para despedir a un empleado ni para suspenderlo tres días. No quiero darle pretexto para mañana me salga con que: Lo siento, Elvira, con tenis no puedes quedarte a trabajar. ¿Se imagina perder un día de sueldo?”

Me sentí tan inquieta como la joven y más cercana a ella por el hecho de conocer su nombre: Sí, y no quiero ni pensarlo. ¿Qué hará? Elvira no tardó en responderme: Aunque mi hermana Luisa me ponga su jeta, voy a pedirle prestados 150 pesos para unos zapatos. Vio mi reloj: Menos mal que todavía es temprano. Cierran Las Sirenas después de las nueve. Alcanzo a comprarme los zapatos. Por mi madre, le juro que no me los vuelven a robar: de ahora en adelante voy a colgármelos del cuello cada vez que me enfunde los tenis.

Elvira hablaba sin reservas por eso me atreví a darle un consejo: ¿No sería mejor olvidarse de los tenis y que usara nada más sus zapatos de tacón? Elvira miró otra vez mi reloj: Pasan de las seis. No quiero que se me haga tarde. Mejor me voy al paradero de la combi. Le dije que iba en la misma dirección, le propuse que camináramos juntas y volví a plantearle la posibilidad de prescindir de los tenis.

Elvira se esforzó por darme una respuesta precisa: Si viniera de otro rumbo, lo haría; pero viniendo de por allá, del Cerro del Elefante, es imposible. Con estas lluvias se forman unos charcos grandísimos y se hacen unos lodazales tremendos. Si al atravesarlos con tenis voy resbalándome como si fuera patinadora y con riesgo de caerme, ahora imagínese lo que me pasaría si lo hiciera en tacones. Mínimo, me daba un zapotazo y quedaría como chorreada: ya sabe, ese pan que va salpicado de piloncillo.

La forma en que Elvira me planteaba los riesgos de caminar en zapatillas por sus colonia me hizo reír y a ella también; pero enseguida volvió a ponerse seria: Ya le conté que en mi trabajo la buena presentación es un requisito indispensable. Por eso verá que salgo de su pobre casa con mis tenis, así me vengo todo el camino y una cuadra antes de llegar a la chamba me pongo mis tacones altos y así no tengo problema. Híjole: ahí viene la combi. Me perdona pero corro a tomarla, no vaya siendo que se me haga más tarde y ya no encuentre abierta Las Sirenas.