Opinión
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El regreso del Subconde de Sinaloa
A

caso haya sido innecesario, y hasta injusto, el cese de los tres funcionarios del penal de alta seguridad de Almoloya de Juárez, estado de México. Es difícil enfrentarse a un individuo tan recalcitrante e inexpugnablemente mañoso como el Subconde de Sinaloa.

Con un Ejército y una Marina impolutos y a prueba de evidencias en su contra; con capturas de capos que nos habían convertido en ejemplo de inteligencia y limpieza policiaca a nivel mundial; con un esquema de espionaje político que la Gestapo y la checa, si existiesen aún, nos pedirían prestado para introducirse en la vida privada de los ciudadanos; con el gasto estatal en seguridad que ha hecho de la industria en este ramo una de las más florecientes en nuestro país, en fin, con todos los enormes recursos invertidos en espots para asegurar la paz y la tranquilidad en el territorio nacional, las mañas del también llamado Chapo Guzmán pudieron más que todo ello junto.

La prensa ha dado cuenta de todos los increíbles detalles urdidos para construir el túnel por donde escapó de su custodiadísima prisión el Señor de los Subsuelos, dotarlo de la longitud exacta, de corriente eléctrica, de ductos de aire, de un ingenioso transporte para acarrear lo que se requiriera, incluso al propio peligro para la integridad moral del supremo gobierno. Sabemos ya de la construcción en formato de Infonavit desde la cual se efectuaron todas las operaciones, incluidos los 350 trayectos que debieron hacer los camiones cargueros para transportar la tierra producto de la excavación. Sabemos también cuál fue su última aparición en pantalla y todo lo que fueron comunicando sus hijos acerca de lo que su apá próximamente haría para asombro de todos los que no saben hasta dónde son capaces nuestras autoridades. Un botón de muestra: el secretario de Gobernación en persona, a lo largo de su recorrido por los rincones que holló a su paso el heredero de Chucho el Roto, hizo gala de su mirada aquilina y descubrió que en las instalaciones eléctricas del túnel estaban quebrados dos de los focos ahorradores de luz.

El señor presidente de la República Mexicana, Enrique Peña Nieto, calificó merecidamente de “afrenta para el Estado mexicano, la acción del oneroso personaje (la bolsa de 4 mil dólares para quien conduzca a su recaptura será la raíz cuadrada de otras pérdidas extraordinarias sufridas por el erario, pero erogación inútil al fin).

Esa afrenta lo pone en condición de gran deudor por la lesión causada. Pero nada extraño sería que se asumiera no como ofensor, sino como ofendido, es decir, como acreedor. ¿No con su fuga atrajo sobre sí los reflectores periodísticos que debían iluminar los mil 700 millones de pesos que le otorgaron el gobierno del Edomex, bajo la potestad del entonces gobernador Peña Nieto, y más tarde el gobierno federal bajo la misma potestad si bien de mayor rango, a la fundación Proacceso, preocupada por la calidad educativa, y cuya jugosa parte iría a parar a la empresa Enova, libres ambas de auditoría pública alguna?, ¿no esos reflectores debían iluminar igualmente los asesinatos de Tlatlaya y Ayotzinapa a manos de las fuerzas de seguridad?, ¿no de la misma forma los desfalcos, desvíos, robos sin atenuante de gobernadores y ex gobernadores, tales como los de Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila, Aguascalientes y anexas?, ¿no con mayor intensidad el despojo de nuestra propiedad soberana, acto que Cuauhtémoc Cárdenas ha calificado de crimen de lesa patria?

Hemos llegado al extremo, no hay duda. En la primicia de un trabajo realizado por tres investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM sobre cómo perciben los mexicanos la realidad política y social de México y sus gobernantes, el jurista Diego Valadés expuso los datos duros recogidos en la investigación ante el público asistente a la sexta edición de las Jornadas de Derecho Parlamentario México-España, convocadas por la Amexil, en la ciudad de Durango: 89 por ciento de la población (más pobres que ricos) se halla inconforme con sus condiciones de vida; 75 por ciento percibe la actividad política como negativa; 69 por ciento piensa que no será mejor el futuro a causa de varios impedimentos para contar con mejores gobiernos, gobernantes y ciudadanos; la corrupción, uno de los más señalados (siete de cada 10 funcionarios, se piensa, son corruptos). La incredulidad es dominante; por ejemplo, 80 por ciento de los encuestados asumen que las leyes no se cumplen. El contexto en que se produce esta actitud negativa es el de una desigualdad y una pobreza que pone a México en el lugar 48 de los países afectados por este azote; Ruanda, uno de los territorios africanos más postrados por la violencia y el bajo nivel de satisfacciones humanas, ocupa el lugar 50.

Después de la fuga del Subconde de Sinaloa, los investigadores universitarios no tendrían que sorprenderse si actualizaran su indagación. Hallarían cifras más desalentadoras.

A todo esto, se me ocurre un escenario que propongo al lector. Ima­ginemos en una mesa a nuestras autoridades federales vinculadas a la seguridad, la economía y la justicia, presididas por el primer mandatario de la nación dando su versión sobre el entramado que hace posible la existencia de criminales exitosos en relación con la propia seguridad y el narcotráfico. Y en otra mesa al Subconde de Sinaloa dando la suya. ¿A quién le creeríamos: al grupo gubernamental o al también llamado Chapo Guzmán?