18 de julio de 2015     Número 94

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Niños que no son niños


Que los pequeños participen en las labores de la familia campesina es parte de su formación. Desde muy chicas las niñas ayudan a su madre en el hogar y su entorno mientras que los varones acompañan a su padre a la milpa, al potrero, a la huerta.

Hay en esto injusticia para las pequeñas, pues es aun frecuente que en el agro las jovencitas casi no estudien y se casen muy pronto, transitando así de una esclavitud doméstica a otra, sin la mínima posibilidad de elección. Pero esto tiene que ver con la falta de equidad de género y no con diferencias relativas a la edad. Es decir que lo sufren porque son mujeres y no porque son niñas o jovencitas.

Así pues, en el campo los niños y las niñas trabajan. Y su trabajo es duro y está mal repartido, como el de sus padres y madres. Pero pienso que no hay maltrato específico en el hecho de que se incorporen desde pequeños a las labores familiares. Al contrario, de esta manera se transmiten actitudes, valores y saberes identitarios.

En Educación, autonomía y lekil kuxlejal, Antonio Paoli nos habla de la enseñanza entre los tseltales: “Si te dice tu papá ‘vamos a nuestra milpa’, qué bueno porque aprenderás a sembrar maíz, frijol, calabaza. Entonces aprendes de buena manera, con palabra recta... (Teme yalbat te atat´konic ta jkáltik, ja lek jun ya to yak´anah tsumbajel, tsun ixim, ch´enek, ch´um. Jich yak´ anop, pero ta slekilal, ta stohil k´op)”. Y efectivamente, continúa Paoli, ahí se aprenden “las tácticas combinatorias [para sembrar] según la pendiente, la humedad, el tipo de suelo”, pero también la “unidad contra el enemigo común”, como estrategia para combatir las plagas. En la parcela el niño “tendrá que compenetrarse de una gran diversidad [...] articulada al todo de la milpa”. Pero “esta conciencia ecológica está asociada a la familia y la comunidad”, de modo que se aprende a sembrar al tiempo que se aprende a vivir.

Y no sólo lo saben y practican los campesinos mexicanos y sus hijos, también Aristóteles 300 años antes de Cristo distinguía entre “aquello que es propio de la enseñanza (to didaktikon) y aquello que es propio de la iniciación (to telestikon)”. Esta última, una vía de conocimiento que no consiste en explicaciones verbales sino en “ver, tocar y nombrar”.

El trabajo asalariado infantil en los campos agrícolas es otra cosa. Muy poco de alegre y luminosa iniciación tiene la vida del millón de niños y niñas jornaleros que participan con los adultos en las pizcas y labores conexas. Ahí a la injusticia de clase se añade la injusticia asociada con la edad: los niños y niñas braceros son esquilmados como trabajadores, igual que los demás, pero su maltrato es más indignante porque se trata de menores. Los derechos de los pequeños jornaleros son doblemente conculcados. Y triplemente si son niñas. Para las infanterías de los destajos matadores y la promiscuidad en las galeras no hay limbo, van directamente del regazo materno al infierno social.

Así se lo contaron a Gisela Espinosa las mujeres de San Quintín:

“Me tocó formar parte de las cuadrillas de los pitufos, así nos llamaban a todos los niños. Cada cuadrilla se componía de 35 o 40 niños manejados por personas mayores. No éramos una, éramos seis o siete cuadrillas. La gente adulta pizcando, haciendo sus labores; los niños desyerbando, hilando, haciendo otras actividades que ellos creían que eran más livianas… En aquel tiempo los niños no eran niños, se vestían ya como señores. Un niño de ocho años ya traía facciones de una persona adulta porque trabajaba en el campo, se vestía como un señor ya grande. No eran como niños normales, andaban cargando sus cajas de tomates, no tenían el rol de niños que juegan o que se divierten, sino que tenían que trabajar. Ya desde chicos su mentalidad era de trabajar”.

Hace cien años murió en París Porfirio Díaz y, como siempre, es iluminador mirarnos el en espejo del porfiriato. Ver cómo, si bien los llamados tecnócratas neoliberales tomaron el lugar de los llamados científicos positivistas, a un siglo de distancia las cosas siguen igual.

Recogidos hace años por Andrés Aubry y el Taller tzotzil INAREMAC, los recuerdos de un indígena chiapaneco que desde niño bajaba de Los Altos al Soconusco a trabajar en las fincas cafetaleras del porfiriato documentan lo que, pareciendo crueldad paterna, es en realidad estrategia de sobrevivencia necesaria para que los hijos puedan salir adelante en el mundo que les espera, en el inhóspito mundo de las fincas.

“Cuando yo era chico, como de ocho años, fui por primera vez a la finca. Fuimos a cortar zacatón con otros chamacos… llevábamos machetes, pero el mío lo llevé sin afilar… no cortaba nada. Entonces regresé a la galera. Ahí nomás me quedé jugando. Cuando mi papa regresó del cafetal me dio de chicotazos. Me castigó duro y yo me tuve que aguantar.

“Y, bueno, me iba creciendo, creciendo, pasando cinco o seis meses cada vez en la finca. Íbamos y regresábamos. Hasta que yo ya me había criado; ya estaba fuerte mi alma. Y sabía yo pizcar café, cajetear, sembrar arbolitos… Ya no me pegaba mi padre, porque había aprendido a trabajar”.

“Ya no me pegaba mi padre, porque había aprendido a trabajar”. No es normal que los campesinos eduquen a sus hijos a chicotazos. Pero sí lo es entre los mozos de las fincas, porque sólo así los hijos aprenderán a sobrevivir en un medio violento y cruel.

En el Soconusco de hace un siglo la disciplina laboral era impensable sin la brutalidad del enganchador y sin el chicote y el cepo del caporal. Y esta violencia impregnaba también las relaciones entre los oprimidos. No porque el humillado se desquitara con mujer e hijos de las ofensas del patrón, como porque es función de la familia entrenar a los futuros mozos en el sistema de trabajo envilecedor y extenuante que les espera.

Es cuestión de vida o muerte. Si el padre no curte a chicotazos el alma y el cuerpo de sus hijos, éstos no sobrevivirán.

“Cuando yo iba a la finca… cada vez me enfermaba. Siempre estaba enfermo en la finca. ‘Carajo, así es la finca’, decía mi papa. ‘Tienes que ser más fuerte para aguantar aquí’. Y me chicoteaba…”

Duele, ¿verdad?

En los 100 años transcurridos ¿habrán cambiado mucho los campos agrícolas donde se trabaja a jornal? Me temo que no. Pero en San Quintín las mujeres, los hombres y los niños de las pizcas se rebelaron. No los dejemos solos.

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