18 de julio de 2015     Número 94

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Migración, precariedad
y sindicalización en la
agricultura globalizada

Celso Ortiz Marín Profesor-investigador, Universidad Autónoma Indígena de México en Sinaloa [email protected]


FOTO: Joseph Sorrentino

Desde principios del siglo XX, los pobladores del medio rural han constituido una fuerza de trabajo con gran movilidad, que se ha dirigido hacia las zonas agrícolas de mayor desarrollo económico. No obstante, a partir de la década de los 80’s del siglo pasado, el fenómeno de la migración se ha incrementado debido a las políticas implementadas por los gobiernos neoliberales con respecto al campo mexicano, que retiran los apoyos gubernamentales y debilitan al agro en la producción de granos básicos, que no es competitiva comercialmente, y que por otro lado fomentan la inversión de capitales extranjeros en agro-empresas que generalmente producen frutas, flores y hortalizas para la exportación, principalmente para Estados Unidos.

El fenómeno migratorio, hoy en día, involucra a un número creciente de mujeres, niños y jóvenes, y abarca a la mayoría de los estados del país, incluidos los que tenían escasa tradición migratoria, como Veracruz y Chiapas. No obstante, no existen cifras exactas del número de jornaleros agrícolas que acuden a emplearse a las empresas agrícolas. Algunas estimaciones calculan en 3.2 millones el número de jornaleros agrícolas en el país y de ellos 1.2 millones migran a diferentes zonas agrícolas para la cosecha de flores, frutas, hortalizas, caña de azúcar o café, entre otros productos que generan una importante demanda de mano de obra proveniente de los estados más pobres del país, como Chiapas, Veracruz, Guerrero, Oaxaca e Hidalgo, zonas donde hay una gran concentración de grupos indígenas.

Los principales grupos étnicos que encontramos entre ellos son: mixtecos, zapotecos, triquis, tlapanecos, amuzgos, náhuatl, purépechas, tarahumaras y tepehuanos. La mayor parte de los trabajadores agrícolas son monolingües y su educación formal es de primaria incompleta.

La contratación de los trabajadores agrícolas se ha dado por dos mecanismos: por un lado, los empresarios del campo mandan contratistas a los lugares de origen de los jornaleros, quienes son trasladados en camiones con pésimas condiciones mecánicas, hacinados y si bien les va se les ofrece una comida durante el viaje, el cual, dependiendo la zona agrícola, puede durar entre 35 y 40 horas. Por el otro lado, desde principios de la década de los 80’s, los propios empresarios y las autoridades en turno han impulsado el asentamiento de miles de jornaleros en pueblos cercanos a los campos agrícolas, ya que esto reduce los costos de traslado, pero al mismo tiempo propicia la subcontratación laboral.

Cualquiera que sea la forma de su contratación, todos los jornaleros agrícolas son sindicalizados por la Confederación de Trabajadores de México (CTM), Confederación Nacional Campesina (CNC) y la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM). En la actualidad, los sindicatos, a pesar de poseer la titularidad de los contratos colectivos con las empresas agrícolas, carecen de relevancia en la defensa de las condiciones laborales de los trabajadores agrícolas, pero sí les cobran entre dos y tres pesos semanales de cuota sindical. Cada temporada surgen conflictos con los empresarios por falta de pago, liquidaciones y traslado a sus lugares de origen, sin embargo los sindicatos no intervienen porque están al servicio del capital. De ahí, que la acción sindical haya perdido la eficacia que años atrás tuvo y, en su lugar, cobren mayor relevancia las organizaciones étnicas de trabajadores agrícolas entre los migrantes asentados. Tal es el caso en Baja California del surgimiento de la Alianza de Organizaciones Nacional, Estatal y Municipal por la Justicia Social, en marzo de 2015, que se propone mejorar las condiciones de vida y la defensa de los derechos laborales de los jornaleros agrícolas por medio de la creación de un sindicato nacional.

Tal organización abre una esperanza para que miles de jornaleros agrícolas gocen de los derechos laborales estipulados en la Constitución de 1917, en la Ley Federal del Trabajo y en los Convenios Internacionales que ha suscrito México. Actualmente, el artículo 123, apartado A de la Constitución, y la Ley Federal del Trabajo (LFT), en sus artículos 279-284, son las fuentes principales del derecho laboral en México. Pero las condiciones mínimas de que disponen los trabajadores agrícolas migratorios, sobre asociación, están convenidas en la LFT, en sus artículos 356-7. Asimismo, México ha ratificado diferentes convenios internacionales en relación con la agricultura, entre ellos los de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), como son el Convenio 11 “Derecho de asociación en la agricultura” (ratificado en 1937); el Convenio 110 “Condiciones de empleo en plantaciones” (ratificado en 1960); el Convenio 141 sobre las “Organizaciones rurales y su función en el desarrollo económico y social (ratificado en 1978), y el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, firmado en 1991.

No obstante, un riesgo dentro de las organizaciones étnicas de los trabajadores agrícolas es que el poder de decisiones y control recae en un solo líder. Por ello, se hace necesario impulsar y recuperar, en los lugares de asentamiento de los jornaleros agrícolas, como San Quintín, las asambleas comunitarias. Es allí que se debe elegir democráticamente a los representantes que funcionarán como delegados sindicales, quienes sólo deberían fungir como portavoces de la asamblea comunitaria. La no elección democrática de los líderes en asamblea llevará al fracaso a la organización sindical, porque se estaría reproduciendo el sindicalismo urbano, donde la toma de decisiones recae en una sola persona que no es elegida democráticamente por la base social. Es hora de trasladar la organización comunitaria a la sindicalización de los jornaleros agrícolas.


¿Es posible producir alimentos
en condiciones justas
y con trabajo decente?

Sara María Lara Flores Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM


FOTO: Guadalupe Casimiro Sierra

Hoy en día la producción de alimentos frescos se encuentra concentrada en ciertas regiones del mundo, organizada por cadenas globales agroalimentarias donde el control es ejercido por los distribuidores. Se trata de enclaves agrícolas altamente modernizados, independientemente del lugar donde se encuentren instalados, al punto que sería difícil distinguir en una foto cuál empresa productora de tomates o de fresas está en México, en Marruecos, en California o en Murcia. Todos ellos compiten por ganar los mercados donde se concentra la demanda. Por ejemplo, en el continente americano, la principal demanda se ubica en Estados Unidos, por lo que las zonas productoras de uva de mesa de Sonora compiten con los valles de Cochella y de San Joaquín, en California y con la uva chilena.

No obstante la sofisticación de las tecnologías que utilizan, un común denominador de los enclaves agrícolas modernos son las condiciones laborales que ofrecen a sus trabajadores, de allí la pregunta: ¿Es posible producir alimentos en condiciones justas y con trabajo decente?

Es común considerar que es el carácter altamente perecedero de los productos agrícolas frescos, especialmente de las frutas y las hortalizas, y los ritmos que establecen sus ciclos productivos, lo que propicia que la demanda de mano de obra en estos cultivos sea estacional e intermitente, haciendo que la organización del trabajo, y por tanto las leyes que lo regulan, tengan que ser muy flexibles. Esta situación deriva regularmente en una “flexibilidad salvaje”. Es decir, en condiciones de trabajo sumamente precarias e “indecentes”, pues prevalecen los contratos verbales, horarios que exceden las ocho horas diarias, el pago a destajo o por pieza, la falta de descanso semanal o de vacaciones y, por supuesto, la carencia de servicios de salud y de protección social para los trabajadores. Todo ello da cuenta de que la competitividad de estos enclaves se sustenta en el uso depredador de la mano de obra que hacen las empresas, de la misma manera que depredan el ambiente (desertificación o salinización de tierras, contaminación ambiental por desechos, etcétera).

Igualmente, es común encontrar que los trabajadores agrícolas sean migrantes internos o internacionales y que los empleadores argumenten que la insuficiencia de mano de obra local los lleva a buscar trabajadores migrantes. Sin embargo, la realidad es que la mano de obra local no acepta someterse a la precariedad laboral que se ofrece a los migrantes. Mucho menos aceptaría las condiciones de vida y de alojamiento en las que regularmente viven los jornaleros, se trate de México, Estados Unidos, España, Francia o Italia, prevaleciendo el uso de campamentos donde los jornaleros son hacinados y obligados a permanecer. Cabe mencionar los casos extremos en donde se encuentran prácticamente en cautiverio, porque no se les permite circular con libertad y son vigilados por camperos o mayordomos a fin de evitar “las fugas”. De tal modo que las “casitas de basura”, como las llaman Kim Sánchez y Adriana Saldaña, las cuarterías en barrios o en colonias de jornaleros, representan un aliento de libertad.

Actualmente el mercado mundial de productos frescos se rige por una normatividad internacional tendiente a garantizar su inocuidad (Food, Drug and Insecticide Administration en Estados Unidos, y EUREPGAP en Europa). Con ello se busca que la salud de los consumidores esté exenta de todo riesgo de contaminación. Estas normas han significado mayores exigencias de cuidado en la realización de diferentes tareas.

Así, a la intensificación en los ritmos de trabajo para incrementar la productividad y lograr competir en los mercados mundiales, hoy se agrega una estricta vigilancia no sólo en la manera de vestir y en la higiene de los trabajadores, sino en los movimientos que realizan. La paradoja es que se exige limpieza y sanidad de los jornaleros, cuando laboran y viven en condiciones de gran precariedad (baños insuficientes y sucios, falta de agua limpia para asearse, espacios infestados de basura y roedores, etcétera); cuando no se les ofrece un sistema de seguridad social; cuando sus salarios apenas alcanzan para comer y muchos de ellos padecen desnutrición; cuando las jornadas son tan extenuantes que pueden morir en el surco; cuando ante cualquier intento de organización sindical, se contratan otros trabajadores aún más pobres y necesitados creando mercados cada más segmentados étnica o sexualmente.

Sin duda, la huelga realizada por los jornaleros de San Quintín representa un hito en la historia actual de los trabajadores agrícolas en México. Pero hay que decir que las condiciones de posibilidad que ellos han tenido para organizarse están dadas porque son jornaleros ya asentados en las colonias y porque cuentan con redes sociales basadas en la solidaridad étnica tanto en Baja California como en Estados Unidos. Esta novedosa situación les ha permitido dialogar entre sí para estallar una huelga y convenir con otros grupos la solidaridad que supone lanzarse a un boicoteo. No obstante, hace falta extender una acción que incluya a los migrantes, a los indocumentados, a los que no tienen nada que perder y por ello están dispuestos a trabajar y a vivir en las peores condiciones. Hace falta también que los consumidores exijamos alimentos producidos en condiciones justas y con trabajo decente.

El sindicalismo en el campo:
una historia olvidada

Hubert C. de Grammont Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM


FOTO: Joseph Sorrentino

Las luchas de los jornaleros agrícolas para mejorar sus condiciones de vida y de trabajo ya tienen una larga historia. Sin embargo, a pesar de algunos esfuerzos para reconstituirlas, hemos de reconocer que se trata de una historia casi olvidada. Como si aquellos testimonios de algunos testigos de la época del porfiriato (¿quién no conoce el libro de John Kenneth Turner, 1911?), o los estudios de algunos historiadores, fueran cosa de un pasado ya superado. El movimiento que desde marzo de 2015 iniciaron los trabajadores agrícolas en San Quintín, Baja California, ha vuelto a poner en la mira a este sector del campo mexicano, sistemáticamente olvidado por el Estado mexicano.

En aquella época, sabemos por algunos periódicos del momento y por fuentes del Archivo General de la Nación, que no terminaba aún la Revolución cuando ya estaban surgiendo huelgas, en particular en las grandes haciendas agroindustriales, como las azucareras de diferentes partes del país (Sinaloa, Michoacán, Morelos, Veracruz), las algodoneras de La Laguna, o las haciendas henequeneras de la Casta Divina de Yucatán, en donde trabajaban más de 80 mil peones. Después de la Revolución, la lucha de los jornaleros agrícolas se difundió en muchas partes del país con el impulso de diferentes tendencias políticas, entre otras: los anarcosindicalistas, reagrupados en la Casa del Obrero Mundial, los militantes del Partido Comunista Mexicano o los sindicalistas de la Confederación Mexicana de Obreros Mexicanos. Igualmente, las llamadas “Sociedades Obreras” surgieron en muchas partes del país, aunque tuvieron normalmente un carácter efímero y desaparecieron pronto, sea porque lograron algunas de sus demandas o porque no pudieron resistir la represión que no se hacía esperar por parte de las guardias blancas (guardias creadas por los propios empresarios), de la policía municipal o del propio ejército.

Un ejemplo que nos puede dar una idea de la fuerza que lograron en esa época los jornaleros, insatisfechos por sus condiciones de vida y trabajo, es el de la hacienda algodonera de Santa Teresa (Comarca Lagunera), que empleaba unos 15 mil pizcadores, cuatro mil de ellos organizados en la Sociedad Mutualista Defensora del Proletariado, quienes en 1920 estallaron una huelga porque la hacienda decidió bajar sus salarios sin aviso previo. La respuesta inmediata fue que, además de mantener el sueldo anterior, los dirigentes fueron encarcelados en el cuartel militar regional, las familias de los trabajadores involucrados fueron expulsadas de las haciendas y se contrató a más de tres mil trabajadores para reemplazar a los huelguistas. Por su parte, la Cámara Agrícola Nacional acusó a un diputado local de propagar ideas socialistas y de ser el responsable de la huelga. Las peticiones de los huelguistas reflejaban bien las carencias que padecían. Algunas de ellas eran: jornadas legales de ocho horas (en vez de 12-13 horas) para los adultos y de seis horas para los niños, descanso semanal de día y medio, salarios pagados en efectivo en la finca en donde se trabaja, fin de las tiendas de raya, viviendas decentes, salud y educación para sus hijos. Algunas de estas demandas fueron apoyadas por el Departamento del Trabajo, pero otras fueron rechazadas como las de salud y educación. Hoy en día, algunas de esas demandas siguen siendo enarboladas por los jornaleros de San Quintín.

Sin duda, desde ese entonces el papel de los enganchadores fue la mejor arma para acabar con los movimientos laborales de los jornaleros. El negocio del enganche era muy lucrativo. Encontramos que, en 1913, el señor A. Buches Tavares, verdadero traficante de hombres, ofrecía trasladar miles de trabajadores a cualquier finca de la República. Obligaba a los trabajadores a firmar contratos de no menos de cinco años. Si bien el hacendado debía adelantar el costo del traslado, éste se descontaba luego del salario de los jornaleros. El enganchador recibía un pago de cien pesos por cada hombre entregado, cuando el salario diario de un trabajador del campo era de 0.75 pesos por día. Por este precio se comprometía en reponer cualquier trabajador que no diera satisfacción a su patrón.

Recordemos también la huelga nacional en todos los ingenios del país, tanto en las fábricas como en el campo, organizada por la CROM en 1936, que logró la firma de un contrato ley con la todopoderosa Unión Nacional Azucarera. Sin embargo, el éxito de la lucha de los trabajadores de la caña de azúcar fue excepcional porque se llevó a cabo en el contexto de las políticas campesinistas del cardenismo.

Durante el siglo XX, si bien en forma esporádica y dispersa, los jornaleros agrícolas no dejaron de luchar por el reconocimiento de sus derechos laborales, pero fueron sistemáticamente reprimidos, encarcelados y, en no pocas veces, asesinados. Es por eso que, casi cien años después de la lucha de los peones de la hacienda de Santa Teresa, el movimiento de los jornaleros de San Quintín nos recuerda la historia de estas batallas, que despierta la esperanza en su organización.

 
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