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Jóvenes hijos de jornaleros: entre Susana Vargas Evaristo Instituto Jagüey I know that discrimination motivates me to show that I can overcome
Siendo niños y niñas, una generación de hijos de trabajadores agrícolas viajó con su familia desde el estado de Oaxaca hasta el norte para emplearse en los campos del Valle de Quintín, Baja California, o al Valle Central de California. Cada traslado, significaba un cambio de vida, de escuela, de hábitos, de condiciones de salud y de vivienda, alimentación, lenguaje y organización familiar. La participación económica de los niños y niñas era de suma importancia para la familia, ya fuera en forma de juego o de acompañamiento, o como un trabajo formal en los campos agrícolas del cual obtenían un cheque. Un segmento de esos migrantes oaxaqueños lo conformó una generación que creció como parte del gran contingente migratorio de los trabajadores agrícolas insertos en la agroindustria instalada de uno y de otro lado de la frontera norte. La memoria de esos hijos de trabajadores quedó impregnada por las experiencias de discriminación vividas en el contexto de precariedad en que crecieron. Detectamos al menos tres líneas de discriminación presentes en sus discursos, las cuales mostramos a través de los siguientes fragmentos con sus propias palabras: Discriminación laboral:
Discriminación étnica:
Discriminación escolar:
Estos fragmentos de historias de vida, muestran el escenario social, cultural, laboral y económico al que se enfrentaron esos jóvenes al llegar a las regiones de trabajo. Las relaciones sociales, impregnadas de discriminación, marcaron sus biografías, dejando también una mirada crítica sobre las condiciones a las que se vieron sometidos ellos, su familia, sus padres, tíos y abuelos. Entre los jóvenes entrevistados, encontramos una mirada discordante, disonante, sobre su futuro como nueva generación anclada al mercado de trabajo agrícola. Desde su punto de vista, sus abuelos y padres, abuelas y madres allanaron el camino trabajando arduamente en los campos agrícolas. Es una labor que los jóvenes reconocen; sin embargo, de manera crítica, también suscriben la importancia de desincorporarse de este campo laboral, pues coinciden en que aún falta mucho para que represente una fuente digna de trabajo para ellos y los que vienen. *Los relatos que aquí se muestran fueron tomados en una estancia de campo realizada por la autora en un periodo de 2010-2011, en las regiones del Valle de San Quintín, Baja California, y Madera, California. Se solicitó a un grupo de jóvenes la historia de su vida desde el momento en que salieron de su pueblo hasta la vida actual. De esta manera, los fragmentos de entrevista aluden a una parte de la vida infantil de su biografía. Guerrero Indígenas migrantes, Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
En el estado de Guerrero, al sur de México, se ubica el Centro de Derechos Humanos de la Montaña (CDHM) Tlachinollan, una organización de derechos humanos que trabaja desde 1994 en la región Costa-Montaña. La oficina central está en la ciudad de Tlapa de Comonfort (región Montaña), y hay una oficina regional en el municipio de Ayutla de los Libres. La Montaña está conformada por más de 600 comunidades y 19 municipios de los cuales 11 están catalogados como de alta marginación; son las demarcaciones municipales más pobres de México. El Centro Tlachinollan realiza el grueso de su trabajo en esta región, que concentra la mayor parte de la población indígena del estado de Guerrero. Aquí se ubican los territorios de los pueblos indígenas na savi (mixtecos), me’ phaa (tlapanecos) y nauas. De esta manera, Tlachinollan ha documentado que la situación de los derechos humanos de las y los migrantes indígenas jornaleros agrícolas de la región Montaña es una de las más graves y menos atendidas, tanto por las autoridades gubernamentales como por los organismos internacionales. Muchas familias indígenas migran temporal y permanentemente a 17 campos de cultivos agrícolas que se encuentran especialmente en los estados de Sinaloa, Sonora, Baja California, Baja California Sur, Chihuahua, Nayarit, Colima, Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí, Hidalgo, Morelos, Estado de México y Querétaro, así como en Ciudad Altamirano (en la parte de la región de Tierra Caliente, entre el estado de Guerrero y Michoacán). Una migración que se ha convertido en una estrategia de sobrevivencia. Lo anterior se observa en los mecanismos de contratación, en el traslado y/o trayecto del lugar de origen hasta los campos agrícolas, así como en las condiciones de trabajo y de vida en los predios. La situación de la población jornalera en nuestro país generalmente no forma parte de la agenda pública en materia de migración y de derechos humanos. Más bien se ha visto limitada a un discurso de responsabilidad social empresarial, de erradicación del trabajo infantil agrícola y de la entrega de distintivos agrícolas y/o certificación de la mano de obra migrante; lo que permite la reproducción de la sistemática violación de los derechos humanos de esta población que combina sus ciclos migratorios con los ciclos de cultivo. Tlachinollan conjuntamente con el Consejo de Jornaleros Agrícolas de la Montaña (CJAM), hemos documentado desde 2007 la migración de más de 66 mil jornaleros y jornaleras. A partir del registro de la migración de miles de familias jornaleras de la Montaña a los campos agrícolas de México, el Centro ha documentado la persistencia directa o indirecta del trabajo infantil a pesar de las prohibiciones que establece la ley. En algunos zonas, la actividad laboral de niñas, niños y adolescentes menores de 15 años de edad no está sujeta a un salario, es decir que dentro de la jornada de trabajo que realizan los adultos, ellos tienen que recolectar el producto e integrarlo al de sus padres, al de algún familiar o un conocido. Su actividad es un complemento del salario que perciben los adultos. En ese sentido, la presencia de niñas, niños y adolescentes en los campos agrícolas también está relacionada con las estrategias productivas y de administración laboral de los agricultores que han hecho un uso extensivo de esta mano de obra. Si bien en años recientes la problemática del trabajo infantil ha cobrado visibilidad, las políticas públicas impulsadas en este renglón parecen concebir que el problema se resuelve prohibiendo el ingreso de niñas, niños y adolescentes a los campos. Pero mientras el salario de los padres siga sin ser remunerador, no se amplíe la red de estancias infantiles y escuelas, no mejoren las condiciones laborales y de vida y no se garanticen los derechos laborales, esta prohibición es insuficiente y sólo traslada el trabajo infantil a los campos que están en la informalidad, esta situación pone en riesgo la salud, la integridad e incluso la vida de estos pequeños. De enero de 2007 a junio de 2015, el Centro Tlachinollan ha documentado la muerte de al menos 44 infantes y dos adolescentes originarios de la Montaña de Guerrero. Son fallecimientos ocurridos en los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Zacatecas, Guanajuato, San Luis Potosí, Chihuahua, Michoacán, Jalisco, Zacatecas, Morelos y Estado de México. Las causas han sido diversas: accidentes por riesgo de trabajo, al ser atropellados por camiones recolectores o camionetas que circulan dentro de los predios; falta de atención o negligencia médica; accidentes durante los traslados del campo a sus viviendas; picaduras de animales ponzoñosos; desnutrición crónica, y partos prematuros que no recibieron atención médica oportuna. Respecto de la educación que se debe de impartir a la niñez indígena jornalera, sólo se observan las acciones concretas en el corto plazo que intentan mitigar los bajos niveles educativos presentes en las zonas más marginadas de México, en particular las indígenas y a nivel primaria. La educación secundaria, media superior y superior no han sido objeto de preocupación por parte de la política educativa de nuestro país, ya que las acciones del Estado se han centrado fundamentalmente en la atención de estos niños, niñas y adolescentes en la educación preescolar y primaria. La población jornalera está expuesta a riesgos físicos. Es recurrente que enfermen por alguna intoxicación por el contacto con los plaguicidas, agroquímicos, pesticidas o fertilizantes. A todo esto se suman mordeduras o piquetes de fauna nociva, así como salpullido, fracturas, caídas, quemaduras de piel, insolaciones y otros males por la exposición cotidiana al sol, entre otras. Esta población no accede a esquemas de seguridad social y por tanto hay una nula cobertura para los casos de accidentes y decesos por riesgos de trabajo. En algunos estados se han reportado decesos que no son atendidos a cabalidad. En estos casos, con frecuencia los agricultores no asumen la responsabilidad de cubrir los gastos y las indemnizaciones respectivas, además de la falta de cobertura institucional. Cabe mencionar que en algunos campos agrícolas las viviendas donde habitan no cuentan con instalaciones dignas ni con servicios básicos y adecuados. En algunos estados, las familias jornaleras rentan bodegas abandonadas o casas en obra negra o en ruinas, donde llegan a vivir en promedio de 20 a cien personas. Ante este escenario, las autoridades no supervisan y no garantizan que los empresarios u agricultores asuman su responsabilidad y no dan la atención debida. Estos patrones de violación a derechos humanos son constantes ante una política pública en donde el Estado mexicano se ha limitado a crear programas para atender la situación de la población jornalera, como es el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas (PAJA), de la Secretaría de Desarrollo Social; el de Movilidad Laboral, del Servicio Nacional de Empleo, o los educativos como los del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe), entre otros. Sin embargo, estos programas carecen den un enfoque integral, lo que impide que las causas estructurales del éxodo de las familias indígenas sean atendidas de raíz. Iniciativas y propuestas existen, sólo es necesario asumirlas, y hacerlo con un enfoque de respeto a los derechos laborales de este sector de la población.
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