n 2015, Roland Barthes hubiera cumplido cien años, creo que en México han pasado inadvertidos. En junio estuve en París, vi muchas exposiciones y entre ellas una en la Biblioteca Nacional a él dedicada, al lado de otra consagrada a Edith Piaf, nacida también hace un siglo.
Me detengo para reproducir las palabras que W.G. Sebald le dedicó a la inhóspita Biblioteca Nacional construida por Mitterrand, en boca de su personaje Austerlitz, en el libro del mismo nombre investigador de su propia vida: “No creo que varios de los antiguos lectores que visitaban la biblioteca cuando estaba alojada en la calle Richelieu –entre los que me cuento yo, interviene la que esto escribe– acudan ahora a la que está en el Quai François Mauriac. Para llegar a la Biblioteca hay que viajar, montado en un metro-robot, a través de un no man’s land, oyendo una voz fantasmal que anuncia las diversas estaciones, o tomar un autobús en la Plaza Valhubert y recorrer luego la ventosa avenida que bordea el Sena y dirigirse hacia los edificios descomunales cuyas enormes dimensiones se inspiraron evidentemente en los deseos del fallecido Presidente, quien construyó un monumento para perpetuar su memoria (en todas partes se cuecen habas –vuelvo a intervenir–, aun los mandatarios más progresistas tienen delirios de grandeza, se vuelven napoleónicos ¿y qué decir de los que carecen de altura?)”.
Entro en materia: la exposición se despliega en dos espacios: un largo pasillo cuyas paredes están cubiertas de enormes carteles donde se inscriben frases que provienen de muy diversos libros del escritor, desde que comenzó a publicar hasta el fin de sus días: “…el espectáculo global de la escritura barthesiana”, explica Eric Marty, el profesor y comisario de la exposición junto con Marie Odile Germain, y añade: un espacio de circulación por donde pasan los lectores y los visitantes, iluminado por un inmenso vitral que da sobre el jardín, espacio por tanto en dos dimensiones, tanto a lo largo como en altura
. Y en la Galería de los donantes se exhiben cuidadosamente ordenados los cuadernos y las tarjetas que le sirvieron a Barthes para preparar sus clases, convertidos más tarde en uno de sus libros más celebrados, Fragmentos sobre el discurso amoroso: “un espacio cerrado de exposición –sigue explicando Marty–, sin luz natural que no tiene ninguna función utilitaria y permite otro tipo de escenografía”.
Asimismo, se exhiben los dibujos en los que Barthes se entretenía como un préambulo a la escritura.
En una entrevista que le hizo Norman Biron para Radio Canadá cuando se publicó su libro, explicó:
“Yo diría que el libro tiene dos orígenes, un origen objetivo y un origen más personal y, en todo caso, más misterioso. El origen objetivo, es que soy director de estudios en l’École des Hautes Etudes y, en función de ello, tengo seminarios de investigación. Y, desde hace algunos años, esta investigación semiológica se orienta hacia lo que se llama ahora el discurso o la discursividad, hacia tentativas de clasificaciones y de análisis de modos de enunciación. Luego, en esta perspectiva, quise estudiar objetivamente un tipo de discurso que se supone que es el discurso que sostiene un sujeto enamorado de tipo romántico, relacionado con el amor-pasión. Para ello quise utilizar un texto tutor, que de alguna manera me daría ejemplos de discursos amorosos, y elegí uno que tiene una especie de amplitud a insistencia mitológica, el Werther de Goethe. Esto significa, ¿por qué uno escribe un libro? ¿Por qué de un seminario de investigación tuve que hacer una obra de escritura? Entonces ahí, son determinaciones mucho más complicadas, mucho más sutiles y probablemente mucho más desconocidas por mí.”
Misteriosas determinaciones, sí, fascinantes, y un gusto enorme ir descubriendo los entresijos, las entretelas de una producción tan imaginativa, tan rica en sugerencias, empezando por el trazo de las palabras hasta el sentido profundo de las ideas.
Twitter: @margo_glantz