esde 1962, en pleno auge del estado de bienestar, Habermas plantea una cuestión que hoy en día, en plena crisis, vuelve a resultar fundamental: ¿en una era post-liberal, donde el clásico modelo del espacio público ha dejado de ser viable en términos sociopolíticos, puede ser efectivamente reconstituido bajo condiciones políticas, culturales y socioeconómicas radicalmente diferentes?
Pierre Rosanvallon en su libro La contrademocracia (2006), haciéndose cargo del déficit de confianza de los ciudadanos hacia sus sistemas democráticos, da cuenta del surgimiento de contrapoderes sociales informales e instituciones destinados a compensar la erosión de la confianza mediante una organización de la desconfianza
.
Uno de los ámbitos de los contrapoderes, según Rosanvallon, es lo que denomina la democracia de control. La vigilancia sobre quienes ejercen los poderes, se convierte en una modalidad de acción que adquiere la forma contemporánea de los whistle-blowers. También se desarrolla un vigilancia regulatoria que busca establecer mecanismos de desempeño por medio de evaluaciones y esquemas de calificaciones. Así el ciudadano-vigilante excede las funciones del ciudadano-elector. (Rosanvallon, p.55). Rosanvallon se refiere a tres formas de legitimidad: la legitimidad procedimental, cuya institución de implementación es el sufragio universal; la legitimidad por imparcialidad a través de las instancias de justicia o de autoridades independientes como los órganos reguladores; y la legitimidad sustancial-moral que corresponde a la afirmación de valores reconocidos por todos.
El conflicto de estas distintas formas de legitimidad genera la tensión que se encuentra en el origen de lo que llama Rosanvallon la visión cesarista de la política
: el espacio público nunca es entendido como interacción entre grupos e individuos, sólo se le percibe bajo las especies estereotipadas de la institución legal
. (p. 116).
Este monismo democrático es esencialmente iliberal porque es anti-pluralista: la pretensión de deslegitimar todas las expresiones de la sociedad que no han sido consagradas por las urnas. De ahí procede la vieja desconfianza hacia el hecho asociativo junto con la negativa de reconocer una forma de legitimidad política a los que intervienen desde una sociedad civil siempre reducida a las particularidades que ella traduce. Lo que se acepta como libertad se niega al mismo tiempo como institución
. (p. 117)
Cabe insistir que por espacios públicos no se entienden estructuras paralelas de poder, sino más bien se trata de instancias de colaboración y complementación, en especial respecto de los poderes constitucionalmente establecidos. Es posible hablar de una democracia participativa en apoyo a la democracia representativa siempre y cuando no sea esto un atajo o una cobertura para encubrir en el fondo una crítica velada a la democracia llamada formal
. La democracia –y no está de más repetirlo- requiere de mecanismos representativos y participativos de la ciudadanía. Pero como alguna vez afirmó Carlos Pereyra la democracia siempre es representativa
(1988)
Las reflexiones anteriores sirven para encuadrar el momento actual que vivimos en México. Se trata de reconocer que tanto la modernización económica impulsada por la crisis de pagos en los ochentas como la dilatada modernización política iniciada en 1977 han convergido en un régimen especial que al tiempo que expresa el desmadejamiento del poder estatal, genera la colonización por poderes fácticos de franjas de poder político y económico, y produce fragmentación social más que pluralismo.
Me parece que aquí se encuentra el reto central de gobernabilidad que hoy enfrentamos desde el gobierno, desde la sociedad y desde los poderes constituidos: ¿cómo transitar de la fragmentación a un efectivo pluralismo capaz de reconstruir el espacio público y el poder del Estado?