inalmente el peor escenario se concretó. Grecia está en default. Los acreedores rechazaron extender el plazo para evitar este impago. En la dura disputa de cinco meses, en la que no pudo lograrse un acuerdo, hoy está claro que los acreedores no querían llegar a ese entendimiento. La estrategia de los dirigentes de Syriza fracasó porque era imposible convencer a los gobiernos europeos de la inviabilidad del programa acordado, porque para ellos lo central era, y sigue siendo, que para permanecer en el euro hay que aceptar el dictum de la austeridad.
El diferendo final lo comprueba. El FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo, la famosa troika, establecieron una última oferta que implicaba que el gobierno griego aceptara aumentos al IVA, recortes adicionales a las pensiones y metas para el superávit primario de uno por ciento este año pero que llegarían a 3.5 por ciento en tres años. La oferta, además, sólo estaba vigente hasta ayer, de modo que el gobierno de Syriza no pudiera consultar a los electores. Se trataba de un ultimátum: aceptas ahora, contraviniendo el mandato electoral que te hizo gobernar, o si consultas y aunque tus electores aceptan los términos establecidos por los acreedores, éstos los endurecerán.
Era evidente que el gobierno griego rechazaría ese ultimátum. Aunque siempre mantuvieron que era posible llegar a un acuerdo, lo que era congruente con el mandato electoral recibido. Su cometido era negociar con los acreedores, rechazando las medidas de austeridad que habían provocado una crisis social de proporciones extraordinarias, buscando nuevos términos que permitieran que se pusiera en el centro el desarrollo y la recuperación de las condiciones sociales anteriores a la crisis. Su planteo era consistente con el diagnóstico de importantes economistas, que demostraron que las metas del programa económico eran inalcanzables.
Ante la intransigencia de los gobiernos europeos, la única respuesta posible del gobierno de Tsipras era que los electores griegos tendrían que decidir. Para los dirigentes europeos consultar a los electores, procedimiento democrático fundamental, está fuera de consideración. Ellos mismos no han consultado a sus electores sobre la manera en la que han conducido estas negociaciones, en las que uno de los miembros del club del euro puede ser obligado a retirarse de él, o incluso pudiera ser expulsado. Es evidente que esto cuestiona la construcción del proyecto unitario europeo, cuyo fundamento central está en sus contenidos democráticos.
La consulta griega es decisiva. Las opciones planteadas, tanto el sí como el no, implican riesgos considerables. Votar por el sí significa aceptar que los griegos, y con ellos todos los pueblos europeos, han perdido la capacidad de decidir sobre el rumbo a tomar. Será aceptar que, en condiciones críticas, la troika decidirá el programa económico a aplicar, las metas económicas que habrá que cumplir, quiénes serán los beneficiarios de tal programa y quiénes los perdedores. La democracia habrá perdido el sentido de ser el mecanismo a través del cual se elige el programa de gobierno.
Si votan por el no, ratificarían que los propios griegos, precisamente los que inventaron la democracia, son los que deciden sobre su futuro, sobre las políticas, sobre quiénes serán los ganadores y quiénes los perdedores de estas decisiones. Lo harán teniendo la posibilidad de ratificar o modificar el rumbo en la siguiente elección, como se hace en todos los países democráticos, acertando o equivocándose, pero con la capacidad de hacerlo. Esta decisión será condenada por los acreedores, que ahora castigarán aún más a los electores mismos. Los griegos tienen la decisión en sus manos.