as desigualdades en México no sólo son grotescas y rápidamente crecientes, sino que han llegado a formar una inmensa maraña que asfixia el desarrollo económico y la vida democrática. Es, en pocas palabras, el padecimiento más grave que aqueja a este atribulado país. La miseria y la exclusión son dos de sus subproductos directos. Para que tal fenómeno socioeconómico exista deben cumplirse varios requisitos, todos onerosos para las mayorías nacionales. Empecemos por el aliento y amasijo de la corrupción. Mal, al parecer ya endémico, que no se agota al afectar individuos o grupos, sino que se esparce, pegajosamente, por todo el sistema de la convivencia organizada. Llega a formar un denso tejido de malformaciones, notables a simple vista.
Nada escapa a los tentáculos de las desigualdades: normas, leyes, formas de operar, visiones y simpatías partidistas, métodos de presión y captura de procesos electivos, fiscales, de control operativo y policía. En fin, las desigualdades permean hasta por los rincones más insospechados de las lealtades de clase y la creación de mitos que son implantados, a la vez que usufructuados, con deleite pasando por resabios vengativos. En toda esta ruta de las desigualdades, los afanes de poder se contrastan con la lucha por la sobrevivencia de aquellos situados en la base de la pirámide poblacional. Son estos, precisamente, los que cargan con las consecuencias.
Ya no es posible idear rutas de escape o hacerse el desentendido para evitar la crítica a profundidad de las desigualdades. No es tampoco una cuestión de arraigadas envidias o resonancias de ideologías que a poco conducen y concretan. Trivializar sus nocivos efectos es, de varias maneras, evadir lo que, en efecto es el real tema de estos amargos tiempos. Ahí están los numerosos estudios que apuntalan, hasta con una dureza, tan sorprendente como inevitable, lo que acontece en este derredor lleno de angustias y zozobras. Ahora se tienen datos precisos, comparaciones, conclusiones, memoria y certezas de lo que subyace y empuja a la miseria y la exclusión de las masas. Se ha llegado, pese a las dificultades para el acopio de información, a establecer un conjunto de hipótesis generales así como el detalle de lo que produce las desigualdades. Sólo hace falta visitar, con mirada abierta, el último estudio de Oxfam México: Desigualdad extrema en México (Gerardo Esquivel Hernández, Colmex) para constatar y hasta sufrir lo que ahí se revela: Sólo cuatro multimillonarios (Forbes) acaparan 9 por ciento del PIB nacional. Por cierto, cuando en EU el señor Rockefeller alcanzó a rozar 2 por ciento del PIB, dividieron sus monopolios y lo jubilaron. Este cuarteto de mandones podría, en un ilusorio panorama, otorgar a 3 millones de personas (todo el desempleo actual) un salario mínimo durante todo un año sin erosionar su capital.
Los privilegiados de hoy no lo son por nacimiento, como antaño, no lo son al menos en el caso mexicano. Tampoco y por desgracia lo son como una derivada de su talento y creatividad. Poco, muy poco han aportado a la innovación de negocios y nada a la tecnológica o científica para que lluevan sobre ellos las inmerecidas canonjías de que gozan; 145 mil millonarios mexicanos (bastante menos del 1 por ciento del total) concentran 43 por ciento de la riqueza del país. Sus desplantes de generosidad filantrópica, aunque los revistan como fundaciones caritativas no compensan, ni de cerca, el daño que causan en la cotidianidad. No hagan donaciones, paguen sus debidos impuestos
, recomienda Oxfam, contrariando, de tan sarcástica manera, la idílica paradoja del plutócrata bondadoso. Como ejemplo de sus perjuicios está el estudio (OCDE, 2012) que cuantifica en más de 129 mil millones de dólares el daño que C. Slim hizo a los consumidores mexicanos de telecomunicaciones. La casi totalidad de estos plutócratas son personas que se incrustaron en los entreveros del poder público y, escalando en su interior, han llegado a situarse en la cima de ese sitial.
La captura y subordinación de múltiples instituciones no es gratuita, la consolidaron mediante incontables complicidades. Ha sido una cruenta tarea en la que hay terceros perjudicados, muchos hasta el extremo de pagar con sus vidas. En el asalto a los privilegios no caben las cesiones al azar, todos se obtienen en opacos y continuos toma y daca de favores y olvidos recíprocos. Los partidos políticos, en especial los más grandes (PRI, PAN y, hasta estos últimos descalabros, PRD), han sido su efectivo trampolín y palanca de apoyo para su venturoso enriquecimiento. Con ellos han cambiado la faz del anterior rostro patrimonialista y popular del nacionalismo revolucionario. Un esquema, hasta cierto punto justiciero, que sucumbió por los errores, las torpezas, la megalomanía y deshonestidad de algunos de sus conductores que lo malbarataron.
Las concesiones y favores públicos entran en este rejuego como parte central y eficiente de las desigualdades. A todos estos plutócratas les fueron otorgados con largueza injustificada y, en ocasiones hasta de manera indebida sino es que francamente ilegal, permisos, títulos y exenciones por doquier. Los plutócratas actuales son de corta historia: todos arrancan de la jugosa rebatiña privatizadora del salinismo y sucesores. Compendio de políticas seudomodernizantes contenido en esparcido credo neoliberal, un fundamentalismo impuesto desde los círculos del poder mundial. Núcleos que, por añadidura, también son concentrados en extremo. Ver a los plutócratas como personas a imitar, a envidiar a conocer, es parte del conjunto de debilidades bien esparcidas que los hacen familiares, cercanos y necesarios para generar riqueza y empleo. Es por eso que evitar su proliferación y crecimiento se torna un imperativo inaplazable. No hacerlo, distraerse o temer sus reacciones, implica olvidarse de vivir dentro de una sociedad igualitaria y democrática.