ace cinco años murió uno de los críticos más agudos de la sociedad mexicana. Pocas zonas no escrutó su mirada: sus lecturas multiculturales de la política, la sociedad y la literatura donde se cruzaron el cine, la poesía de Borges, la deslumbrante prosa de Martín Luis Guzmán con las canciones de José José, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio.
La investigación erudita y el rumor de la calle fueron el crisol de su crítica.
Ya lo he escrito, pero conviene repetirlo: durante muchos años Carlos Monsiváis fue nuestro Google, nuestro disco duro, nuestra biblioteca de Alejandría.
Por fortuna nos dejó espléndidas crónicas donde fijó su quehacer memorioso y el brillo de una inteligencia poco común. Carlos, a diferencia de otros intelectuales, siempre nos sorprendió mostrándonos correspondencias inimaginables, como encontrar en La Guayaba y La Tostada de la cinematografía de Pedro Infante el impulso rector de las brujas de Macbeth.
Escuchamos con frecuencia un ¿qué hubiera dicho Monsiváis de tal o cual tema? Del fallo de la Suprema Corte, por ejemplo, sobre la constitucionalidad de matrimonios entre homosexuales o sobre los novísimos candidatos ciudadanos en las pasadas elecciones.
Al margen de las nostalgias personales allí están los depósitos morales de sus ensayos, la cultura comprendida como un elemento indispensable de movilidad social, la tolerancia no vista como gesto de superioridad sino como principio fundador del lenguaje de la convivencia; la solidaridad como voluntad democrática y su certeza de que la creación literaria es, sobre todo, respeto a los dones y a las posibilidades de la palabra y a la imaginación y razón de los lectores
.
Un sábado, mientras platicábamos con Carlos y mirábamos sus fotografías vintage recién compradas en la Plaza del Ángel, llegaron al salón de té Auseba dos jóvenes diplomáticos. Uno resultó ser agregado cultural de la desaparecida Checoslovaquia.
Después de abordar los lugares comunes de la literatura checa, el funcionario de aquel país empezó a mencionar autores menos conocidos hasta llegar al punto en el que el único que los conocía era Monsiváis.
Quizá para llamar la atención, el diplomático empezó a hablar de cine checo y Carlos, naturalmente, fue el único que pudo seguirle la conversación y demostrarle, por cierto, que sabía más de cine checo que el funcionario de marras.
Herido en su orgullo el diplomático decidió ensayar un salto mortal: pasó del cine a la fotografía de su país.
Recuerdo entre penumbras que empezó hablando del único fotógrafo checo que yo conocía: Václav Chochola, al que debemos algunos de los mejores retratos de Salvador Dalí, y después pronunció un nombre que me pareció casi un conjuro: Frantisek Drtikol, que Monsiváis ubicó perfectamente y le sirvió incluso para hablar de otro fotógrafo que el attaché sólo conocía de nombre. El hombre se derrumbó…
Ese día confirmé que a Monsiváis le apasionaban la fotografía, el cine, la literatura. Que era un grafógrafo, un grafómano, un grafófago, y que la cultura de la imagen lo cautivaba. Las 11 mil fotografías de la colección de El Estanquillo lo confirman.
Los últimos programas de televisión que hizo fueron producidos por TV UNAM. Llegó varias veces con oxígeno. Recuerdo con claridad una tarde cuando me dijo, después de grabar un programa, que lamentaba que las distintas minorías por las que había luchado no se pusieran de acuerdo en lo esencial, que cada una caminara por su lado.
Esa observación, por desgracia, sigue siendo cierta: muchas veces a las minorías sexuales parece no importarles la intolerancia religiosa ni a las minorías religiosas los crímenes de odio. El laissez faire, laissez passer en materia de derechos, me dijo, es suicida. Como sea, ante la adversidad siempre existen reservas morales que combaten la barbarie.
Ahora que Monsiváis ya es solo sus lectores es deseable que sus indignaciones, sus no sistemáticos y las reservas morales de la sociedad nunca descansen en paz.