n julio de 1861, después de tres años de un conflicto militar que había dejado exhaustas las finanzas públicas, Juárez decretó la suspensión de pagos de la deuda externa. Al cerciorarse de la debilidad de su gobierno, las aspiraciones de los acreedores europeos crecieron. Ya no sólo eran los pagos vencidos lo que les interesaba, sino el país entero. Su respuesta al decreto de moratoria –tan sólo sugería posponer el inicio de los pagos dos años– no sólo fue un ultimátum, fue la guerra misma. Las primeras tropas francesas desembarcaron en 1863; cuatro años más tarde, derrotadas, debieron abandonar el país. Aunque Londres persistió por años en recordar la deuda mexicana
, nadie más volvió a hablar del asunto.
Un siglo y dos décadas después, en 1982, Arnold Harberger, uno de los artífices de la Escuela de Chicago, ironizaba sobre la estrategia de Margaret Thatcher en el conflicto de Las Malvinas: “Hoy –decía el académico– no es necesario ocupar un país; basta con endeudarlo.” De facto, Harberger descorría el velo del doble-lenguaje económico
que envuelve al término préstamos internacionales
bajo la disponibilidad de la ayuda
, el apoyo
y la cooperación
, para dejar su significado actual al desnudo. Una deuda de Estado
equivale en la actualidad, en efecto, al acceso a fondos e inversiones, pero simultáneamente representa un instrumento de control, ocupación (de los centros de decisión), vigilancia, territorialización y, por supuesto, dividendos. Es decir, un mecanismo de intervención y, en casos extremos, de guerra con otros medios –ciertamente, muy distintos a los que se empleaban en el siglo XIX–.
Y al igual que en toda política de intervención, cada deuda pública requiere de estrategias de disuasión, tácticas de convencimiento (o disuasión), mecanismos de sujeción. En fin, requiere resolver el dilema de cómo convertir a un Estado en un rehén voluntario
de su propia deuda. Las deudas, contraídas en su mayoría no por las necesidades de cada país sino por las que supone el movimiento y la colocación global de capitales, serán cobradas, por decirlo de alguna manera, sin concesión. De lo contrario, los bancos quebrarían. Si el país acreedor goza de una buena economía, los efectos no serán tan notorios. Pero si se encuentra en crisis, aparecen las políticas de austeridad
. Esto significa recortar gastos a la educación, pensiones, salud y programas de nutrición para transferirlos como pagos a la banca. Frecuentemente, como ocurre en Grecia, equivale a cancelar los desayunos escolares o dejar sin suero a los hospitales para cumplir con los servicios bancarios
. Lo que los griegos llaman hoy una crisis humanitaria
. Todo esto envuelto en el doble lenguaje de la eficacia económica
, el crecimiento
, volver rentable un país”, bla, bla, bla.
Lo que el gobierno griego de Alexis Tsipras ha intentado mostrar, desde diciembre pasado, es que bajo el mantra de la metáfora de la austeridad
se esconde en realidad una no-economía o una antieconomía. En el año 2001, Grecia decidió ingresar a la Unión Europea. La Casa Goldman and Sachs puso a su disposición créditos para que cumpliera con las difíciles condiciones de ingreso. Créditos bastante extraños por cierto, en los que se amarraban
los pagos por intereses a los ingresos de la lotería griega o los impuestos comerciales. En 2006, estalló la primera crisis. El FMI organizó un plan de rescate
, es decir, más créditos. Pero ahora los amarres se extendían a las pensiones, los salarios y gastos sociales, es decir, el sustento familiar. Después de 2008 sobrevino la segunda crisis, que abatió 30 por ciento del producto interno bruto (PIB) griego y lanzó a 25 por ciento de los trabajadores al desempleo –cifra que se mantiene hasta la fecha–. La respuesta de las instituciones financieras fue apoyamos pero con un nuevo plan de austeridad
. Entonces estalló la rebelión griega. Un ciclo de huelgas nacionales, ocupación de plazas e infrestructura, los movimientos sociales se extendieron por todo el país en contra de una élite política corrupta (similar a la mexicana) y una casta empresarial absolutamente privilegiada. Hasta que en 2014, una amplísima coalición de fuerzas basada en un antiguo partido eurocomunista, ex trotskistas, ex maoístas y figuras del movimiento social triunfaron en las elecciones.
Syriza centró toda su política en la renegociación de la deuda externa. Por una sencilla razón: en la actualidad equivale, en los cálculos más optimistas, a 170 por ciento del PIB. Pero introdujo un elemento inédito: el límite de negociación era, para los griegos, la política de austeridad. En principio, una demanda bastante moderada –sobre todo para las sociedades europeas–. La respuesta de la Troika (el FMI, el BE y la Comisión Europea) –por cierto así se le llamaba a la trinidad compuesta por Stalin, Molotov y Beria– ha sido terminante: ¡no!
¿Por qué tanta inflexibilidad? Al parecer Syriza descubrió lo que ata al embalaje de la intervención financiera
en la actualidad: la austeridad
significa en realidad el significante dominante que ata a la reproducción del sistema. Una suerte de carta robada
a la Édgar Allan Poe: estaba a la vista de todos, nadie la veía. Al arte griego de resistir debemos hoy una cláusula que cualquier organización que se diga de izquierda deberá sustentar: no austeridad. La situación ha alcanzado un nuevo punto crítico. El FMI puso un ultimátum hasta el 30 de junio. Pero el gobierno griego contestó, por primera vez, también con ultimátum: la deuda griega contraída por gobiernos anteriores es ilegal
: las instituciones financieras sabían los daños que causaban. Tsipras los definió como daños criminales
. Uno podría decir que es como el ultimátum de Tom contra Jerry (la caricatura), pero al menos ahí siempre gana el ratón. Lo que dice Tsipras en realidad es lo mismo que el editorial de The New York Times de la semana pasada: la única solución es condonar la deuda anterior.
Grecia tiene algo a su favor: dirigentes realmente hábiles y, sobre todo, voluntad de resistir. Si las instituciones europeas expulsan a Grecia de la zona del euro, otros países podrán tomar el mismo camino por mano propia. Si aceptan la propuesta griega, entonces los demás países se sentirán legitimados para decir también: no a la austeridad. Grecia tiene poco que perder y además otras alternativas.