Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Electora

L

os vecinos siguen hablándome de Margarita como si no supieran que ella murió. Por supuesto que están enterados, de otro modo no me darían consejos para que me resigne a la pérdida. Esas muestras de buena voluntad y de aprecio terminan siempre con la misma frase: El tiempo todo lo cura.

Hasta el momento –y ya han transcurrido ocho meses de que sepultamos a Margarita– no puedo decir que me haya conformado ante una muerte que ocurrió de manera repentina, sin ninguna advertencia ni señal de que mi hermana pasaría de un descanso plácido –cosa que evidenciaba su rostro– al último sueño.

Sé que algún día, sin proponérmelo, llegaré a resignarme. Por lo pronto he notado que sobre la herida que nos deja la ausencia va formándose una capita de piel nueva, delgada como telaraña. Se desgarra y sangra con frecuencia, en especial cuando no puedo escapar a ciertos pensamientos enfermizos. Sí, ya sé que no me llevarán a ninguna parte, pero no puedo evitarlos y me hago preguntas ya para siempre sin respuesta: ¿Al final sintió dolor o miedo? ¿Estuvo consciente? ¿Qué habrá soñado Margarita en su última noche? Tal vez en cuando éramos chicas y queríamos ser astronautas, viajar por el mundo o vivir a la orilla del mar.

II

Lo conocimos ya grandes, en condiciones lamentables. No abundaré en ellas. Me atengo al consejo que leí en un periódico: Si quieres salir del agujero, no escarbes más. Lo importante es que mi hermana y yo logramos conocer el mar. Permanecimos en la playa dos días. Basta decirlo para que recuerde la luz deslumbrante, el olor a marisco y a sal; pero sobre todo la alegría de correr tras las olas y de sentirnos libres.

El mar nos embrujó. Margarita y yo prometimos volver en cuanto fuera posible, pero las circunstancias postergaron la realización de nuestro sueño. El proyecto es para cuando se pueda, para después, para algún día. Transcurrieron los años, el tiempo de mi hermana se acabó y no hubo para ella algún día Ni habrá.

III

Pasado el novenario que le rezamos a Margarita, una amiga suya, muy sabia en el tema de la muerte, me aconsejó que me deshiciera de todas las pertenencias de mi hermana; antes que de otras cosas, de su cama y su ropa. Si no lo haces, me dijo, vas a vivir en un infierno, pretendiendo encontrarla reflejada en su espejo o queriendo materializarla cuando descubras en alguna de sus prendas una manchita de sudor, un cabello, un rayón de labial.

El consejo me pareció prudente y lo seguí hasta cierto punto. Conservo de mi hermana sus libros, sus anteojos, su pluma, la bolsa en bandolera que le encantaba y su credencial de elector. Verla me conmueve, porque allí aparecen la foto más reciente de Margarita, su nombre completo, su domicilio... En el reverso del plástico quedaron su huella digital y su firma: la misma letra saltarina con que escribía su nombre en sus cuadernos.

Los tengo en un veliz junto con los míos. Esos no le sirven a nadie. Tal vez debería quemarlos. Sí, será lo mejor. No quiero que un día Mari, la señora que me ayuda en la casa, para ganar espacio en el clóset saque la maleta y se la entregue a los basureros. No merecen ese fin los cuadernos que han conservado huellas de nuestra infancia. Acepto que fue bastante difícil y, sin embargo, tuvo días maravillosos, como aquellos en que mis padres nos llevaron, a Margarita y a mí, a conocer el mar.

IV

Guardo en la cartera mi credencial de elector y la de mi hermana. Quizá lo haga para sentir que ella sigue vigente, y también para que no se me pierda. Lo lamentaría mucho, porque fue el último documento que Margarita gestionó en persona. Necesitaba una credencial nueva donde apareciera su nombre como está escrito en su acta de nacimiento: Margaritha Lavalle Ocampo. La h que aparece entre la t y la a fue error de la mecanógrafa. Primero nadie se dio cuenta; después, al reparar en él, lo tomamos como un detallito curioso y carente de importancia, sin imaginar los problemas que tendría mi hermana por causa de la letra intrusa y muda.

V

Hoy es día de elecciones. Me alegro, entre otras cosas, porque ya no me asfixiará el chaparrón de promocionales partidistas, costosísimos y estúpidos, que me hizo renunciar a oír la radio con tal de no soportarlos. También dejaré de escuchar las voces inquietas de los parientes y amigos que, sobre todo en las últimas semanas, me han llamado a todas horas para preguntarme si voy a votar y por quién.

Desde luego, iré a la casilla tempranito, cuando aún no se haya formado la cola de señoras en ropa dominguera y hombres con bermudas: la prenda más horrible del mundo. (Pienso organizar una marcha o un plantón, o las dos cosas en diferentes horarios, para exigir que se prohíba la existencia de un adefesio que no favorece a nadie, ni siquiera a Ronaldo.)

A quienes tratan de convencerme de que no vote porque en las actuales circunstancias no servirá de nada, les digo lo que tantas veces oí decir a Margarita: A las mujeres nos costó muchísimo trabajo conquistar el derecho al voto. No podemos desperdiciarlo.

Estoy segura de que Margarita repetiría ese discurso si alguien hoy, en caso de que fuese posible, intentara desviarla de la casilla. Lo que no sé es por quién votaría mi hermana. En la lista de electores aún aparecerá su nombre. Espero que lo hayan escrito bien: Margarita con hache.