a cita electoral a la que están convocados hoy más de 87 millones de ciudadanos en el país tiene componentes preocupantes que trastocan el pretendido espíritu democrático del ejercicio. Para empezar, la jornada se desarrollará con una estela de violencia electoral sin precedente, que se ha saldado con la muerte de más de 20 personas involucradas en la contienda, y que se suma un número mucho mayor de ciudadanos ultimados en el marco de la violencia delictiva y en la oscura frontera entre ésta y las fuerzas públicas.
Aunado a ello, persiste un pronunciado descrédito de la clase política, de las instituciones en general y de las electorales en particular, las cuales no sólo arrastran el desprestigio de votaciones pasadas, que arrojaron resultados impugnados, sino que cargan con su falta de determinación, claridad y autoridad en el curso de las campañas recién culminadas. Tanto el Instituto Nacional Electoral como el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación han exhibido un comportamiento omiso, desigual y poco imparcial, como lo demuestra la impunidad en que opera el Partido Verde, violador consuetudinario de la legislación en la materia.
La otra cara de estos hechos lamentables y repudiables es una competencia propagandística entre partidos políticos más orientada a la descalificación de los adversarios que a la promoción de propuestas o, en el mejor de los casos, dominada por la lógica publicitaria comercial y carente de contenidos y programas.
En consonancia con una ideología neoliberal todo es susceptible de ser comercializado; en las campañas previas a la cita electoral de hoy se ha producido, como nunca antes desde la alternancia partidista, un realineamiento de las tradicionales herramientas priístas de distorsión de la voluntad popular y compra y coacción de los votos, las cuales han sido adoptadas por prácticamente todos los partidos políticos. Se asiste, pues, a la consolidación de la contienda electoral como un mercado en el que el voto es condicionado a la continuidad de programas sociales, a cambio de despensas, tinacos e incluso transferencias monetarias con tarjetas electrónicas o en efectivo, lo que encarece el costo de la ya de por sí onerosa elección y afecta el patrimonio público, pues es evidente que los recursos que destinan los partidos para esos fines salen en última instancia de los bolsillos de los ciudadanos.
Pero la principal consecuencia del clientelismo electoral no es económica, sino política, en la medida en que puede alterar ilegalmente el resultado de una elección y trastoca la equidad de las contiendas mediante la cooptación y coacción de la voluntad de miles e incluso millones de electores, que cambian su voto por bienes materiales, servicios o dinero. Con una institucionalidad política débil, un descrédito ciudadano hacia los partidos y las instituciones, un desdibujamiento de programas y propuestas, el incentivo para los institutos políticos es demasiado alto para perpetuar un modelo de control electoral basado en estructuras clientelares.
La cita comicial de hoy, en suma, ocurre en un escenario que parece encerrar un estancamiento, si no es que un retroceso, en el desarrollo democrático del país. Cabe esperar que los ciudadanos cobren conciencia de ello y que quienes decidan asistir a las urnas lo hagan con plena conciencia del valor que reviste el ejercicio para la viabilidad del país en su conjunto.