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En defensa del bla, bla, bla

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e seguro ya lo saben, pero igual les platico: a quienes tenemos el lenguaje como materia prima de nuestra chamba nos resulta muy graciosa esa contraposición infundada que establecen algunos entre acción y palabra, entre discurso y praxis, como si el hablar no fuera parte del hacer, como si la formulación verbal o escrita no fuera, en sí misma, acción concreta.

Se suelen usar las expresiones bla, bla, bla o palabrería para referirse a un discurso mentiroso, y algunos se apegan a la creencia rústica de que la comunicación, por sí misma, no sirve para nada.

Malas noticias para ellos: resulta que La Ilíada, el Ágora de los griegos, la Declaración de Independencia, el Manifiesto del Partido Comunista, el decreto de la expropiación petrolera de 1938 o el famoso discurso de Martin Luther King de 1963 en Washington (“ I have a dream...”) son, en rigor, 100 por ciento palabrería; que la civilización es un edificio de palabras y que el bla, bla, bla, oral o escrito, es el único componente tangible de la filosofía, la historia, el periodismo y la poesía, y el elemento predominante en la política, el conocimiento científico, la religión, la sicología y la enseñanza, entre otras.

Al margen del espinoso tema de la capacidad lingüística del resto de los animales, ocurre que los humanos somos bichos eminentemente verbales y que hemos llevado el lenguaje a niveles de complejidad en los que no hay delfines ni abejas ni perros. Es más: en buena medida la construcción del lenguaje es indistinguible de la construcción de la especie misma, o sea que los humanos nos hicimos a nosotros mismos a punta de articular, forjar palabras, fabricar vínculos entre ellas, hacer que rimaran o que dijeran dos cosas distintas al mismo tiempo y, en un tiempo muy posterior, plasmarlas en garabatos que nos dieron una portentosa memoria extendida y compartida. Si hablando nos hicimos, hablar es hacer. Pero como nos sentimos muy poquita cosa y somos seres con un marcado complejo de inferioridad, el evangelista Juan, en nombre de todos nosotros, le cedió al Altísimo la patente del invento:

En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. Por ella fueron hechas todas las cosas. Sin ella nada fue hecho de lo que ha sido hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad.

Vistas así las cosas, resultan un poquito injustas esas expresiones de uso generalizado que desdeñan la palabrería, a los hablantines y el bla, bla, bla. Porque es con palabras que los humanos adquirimos identidad al nacer, aprendemos cosas útiles y cosas tontas en la escuela, establecemos relaciones de amor y relaciones de odio, damos carne a la amistad, nos reclutamos en un trabajo, nos destituimos, congregamos y disgregamos, perdemos el tiempo y vamos poquito a poco comprendiendo el universo. El devaluado bla, bla, bla construye alianzas, desencadena hostilidades, erige templos, socava los cimientos de poderosos imperios y también permite, desde luego, urdir y consumar vergonzosos fraudes.

Luego, conforme el sector de los servicios va cobrando importancia por sobre la extracción, la agricultura y la industria, más y más gente abandona las actividades físicas para concentrarse en tareas en las que el verbo (o la labia) ocupan el lugar fundamental. Es el caso de una conductora radial, un guía de turistas, una organizadora de eventos, un sicólogo, una profesora de cualquier nivel educativo, un cura o una trabajadora social: hablando trabajan y trabajan con su hablar.

Esos que desprecian el bla, bla, bla como si fuera oropel, cosa accesoria, frivolidad inconsecuente (es decir, sin consecuencias), harían bien en recordar las circunstancias en las que cuatro palabras les hicieron pedazos la existencia: ya no te quiero; o bien, cómo les cambió la vida con escuchar sólo dos: fuiste aceptado; o cómo babearon con los primeros da-da-da de sus bebés, que ni siquiera eran palabras; cómo la persona creyente recibió el bálsamo de un Dios te bendiga o de un “ as-salaam aleikum” y cómo el espíritu encuentra descanso y sosiego tras proferir un sonoro ¡chinga a tu madre!

Pues sí: el devaluado bla, bla, bla construye alianzas, desencadena hostilidades, erige templos, socava los cimientos de poderosos imperios y también permite, desde luego, urdir vergonzosos fraudes. Pero se le desdeña en el ámbito de la política mal hecha y mal entendida, de derecha y de izquierda, de la base de la pirámide lo mismo que de sus puntas soberbias. Los poderosos miran con desdén a quienes para enfrentarlos no tienen más que la palabra. En el lado opuesto hay radicalismos y hasta pasiones por el gatillo que realmente creen a pie juntillas en la supuesta contraposición entre acción y palabra, y olvidan que todo conflicto bélico se desencadena con una decisión verbal y termina en las palabras me rindo pronunciadas por uno de los bandos, o bien en el rencauzamiento de las hostilidades al tablero de los vocablos: la negociación.

Recuerdo ahora un intercambio que tuve hace algunos años con Pablo King, a propósito de no sé qué, cuando ambos estábamos lejos de transitar de la blogosfera a las redes sociales. Escribió él:

¿Sí basta con decir quién es culpable
y apuntar con la pluma contundente?
¿señalar la verdad, es suficiente?
¿y raspar la mirada en lo observable,
a sabiendas que nunca ese enemigo
recibirá su enérgico castigo?
Y mi respuesta fue:

Es potestad que el ser humano labra
–o será que lo quiso el cromosoma–
la de encontrar poder en la palabra
y un arma reluciente en el idioma.
Empiezo, pues, por algo: llanamente
designar por su nombre al delincuente,
que si con el lenguaje lo fustigo,
eso ya es un enérgico castigo.

Antes que de barro o de maíz o de trigo o de arroz estamos hechos de palabras y de signos. Además, somos también bichos simbólicos, pues, como bien debió saberlo Constantino, quien encontró en el Crismón un medio formidable para espolear a sus tropas cuando éstas estaban a punto de darse en la madre contra las de Majencio en el Puente Milvio. In hoc signo vinces (con este signo vencerás), se dice que le dijo un letrero en el cielo, aunque algunos tenemos por cierto que Dios es analfabeto, que por eso no pudo redactar de puño y letra ninguna de las escrituras que en el mundo han sido, y que hubo de dictarlas a mortales avezados en el oficio de atrapar los sonidos en símbolos.

Tal vez ocurra simplemente, al igual que con la estrella de David, la cruz, la luna musulmana, la cocarda tricolor, la bandera nacional y la hoz y el martillo, que depositamos en las cuentas de tales símbolos una reserva de fuerza y determinación para retirarla cuando se ofrezca.

Menos que bla, bla, bla es el tache, o la equis, o la cruz de San Andrés con la que los pueblos decididos tachan masivamente un símbolo en una boleta y se deshacen de dictaduras cruentas y oligarquías odiosas y corruptas, como hicieron en su momento los chilenos en 1988, los bolivianos en 2005, los ecuatorianos en 2006 y los griegos a principios de este año. Lo que ha ocurrido después no se parece en nada al Paraíso pero ha sido, al menos, como contar con un mapa (otro instrumento poderoso) de la salida del Infierno.

Somos bichos verbales y simbólicos. Quienes lo ignoran o pretenden ignorarlo se ven obligados a usar palabras para descalificar la palabrería. Quienes responden a ella a punta de garrotazos o de balas no son simbólicos ni verbales, sino lagartos o micos encarnados en organismo humano. En todo caso, la próxima vez que los acusen de ser puro bla, bla, bla, tengan claro que el adversario está pateando el tablero y que en realidad no quiere hablar, así que no vacilen en responder con otra pequeña ráfaga de monosílabos:

—Je, je, je.

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