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Enrique Climent en el Museo de la Ciudad de México
E

l Museo de la Ciudad de México presenta una exposición extraordinaria de Enrique Climent (1897-1980), pintor valenciano que se exilió en México en 1939. En España, Climent era ya un pintor reconocido para cuando se exilió. Había sido profesor de pintura en Barcelona y había pertenecido a la tertulia de Ramón Gómez de la Serna en Madrid, donde también ilustró portadas para la revista Blanco y Negro, y había hecho carteles políticos durante la Guerra Civil. Después de atravesar el Pirineo a pie desde Barcelona, fue arraigado en Francia en un campo de concentración, como sucedió con casi todo el mar de refugiados de España. Fue rescatado luego de ahí y alojado en un castillo en el sur de Francia por ser uno de los pintores que Pablo Picasso había nombrado para ser protegidos de la inclemencia de aquellos campos. En 1939 fue de los que aceptaron la invitación que extendió el gobierno de Lázaro Cárdenas y emprendieron camino a México.

Enrique Climent llegó al puerto de Veracruz a bordo del barco Sinaia, tan rememorado en la historia del exilio español. Su adaptación a México no fue sencilla –Climent tenía una personalidad muy propia. Adaptable, sin duda, pero de ninguna manera asimilable.

En su juventud había pertenecido a una generación fascinada y arraigada en una sensibilidad meditarránea, luminosa y sensual, pero en su caso esa tendencia iba temperada siempre por una parquedad aragonesa, que le venía del lado de la madre, y de veranos infantiles pasados en Soria. Esa veta austera salva a la pintura de Climent del virtuosismo empalagoso de su paisano, Sorolla, y le confiere un rigor que produce una quieta conmoción en el espectador: una gravedad asombrosa, en cuadros que casi siempre son de formato mediano o pequeño.

El Museo de la Ciudad de México presenta ahora una exposición verdaderamente extraordinaria –probablemente la mejor que se le haya organizado nunca al pintor mexicano-valenciano– curada por su hija, la reconocida diseñadora Pilar Climent. La muestra comienza con una probadita de obra realizada previa al exilio, para que el espectador entienda el contexto y de dónde proviene el trabajo fértil, riquísimo, que realizó Climent después de su llegada a México, y se detiene de manera muy especial en la obra de los años cincuenta y sesenta, que son las décadas más impresionantes y conmovedoras de Climent. El museo ofrece, entonces, una idea bastante completa de la obra de Climent, desde sus inicios hasta sus últimos años, pero insiste al mismo tiempo en decantar juiciosamente una obra enorme y presentar en su gloria y consistencia la pintura de la época de mayor plenitud y fuerza.

Por otra parte, y a pesar de que la muestra le brinda atención especial a la obra de los años cincuenta y sesenta, la personalidad de Climent queda perfectamente expuesta, porque los cambios de estilo que el pintor experimentó a lo largo de su vida, su experimentación con estilos e inovaciones de época –con la abstracción, por ejemplo, o el juego con la materia– y que lo emparentan unas veces con Morandi o Klee, otras con Tamayo o Tapies –o incluso con Picasso a momentos– en conjunto no hacen sino subrayar la singularidad y la talla de este pintor.

De hecho, la experiencia de exilio y el desarraigo brutal que implicó para un pintor que era tan intensamente ibérico como lo fue Enrique Climent, lo llevaron a que se identificara ya no como español ni tampoco como mexicano, sino como mamífero: la identidad humana le parecía un tanto restringida y pequeña a Enrique Climent. La identidad común no pasaba para él por un humanismo sentimental –de hecho, recuerdo siempre que solía decir, como un verdadero Herodes, que Nadie que odie a los niños puede ser del todo malo. El sentimentalismo no era lo suyo, y por eso se identificaba como animal antes que como humano– asumiendo en su conjunto a todas las pasiones, tanto las altas como las bajas.

Pero aquella asombrosa capacidad de igualarse con sus semejantes al punto de reducirnos a todos a nuestro denominador común como mamíferos no es estorbo para admirar la singularidad, y el individualismo extremo en la personalidad de Climent. Esa singularidad se va sintiendo, cuadro tras cuadro, en la brillante exposición del Museo de la Ciudad de México: la personalidad del pintor va llenando el espíritu del espectador salón tras salón, hasta que lo desborda todo, como el sol de la madrugada, que va iluminando la ciudad hasta colmarla de luz y oro.

Enrique Climent consiguió vivir de la pintura durante toda su larga vida. En este sentido fue un hombre privilegiado y el así lo sintió siempre. Pero ese privilegio no lo vacunó de los vaivenes de las modas. La carrera de artista es del carajo de difícil: siempre ha sido así. En México Climent tuvo siempre admiradores y aun discípulos que llegaron a ser artistas importantes, pero Climent no embonó del todo en el ambiente, en parte porque desentonaba con el nacionalismo reinante de la época, y por otra parte porque tampoco venía influenciado por las corrientes pictóricas estadunidenses, como sucedió con buena parte de la generación de la ruptura. Tampoco podía ya identificarse con la pintura arraigada en el nacionalismo español: su realidad cotidiana lo impedía. Por eso, la obra de Climent en el exilio se volvió muy íntima: casi secreta.

A su muerte, en 1980, el Palacio de Bellas Artes organizó una magna exposición, pero después la obra desapareció de la mirada pública en México (aunque en España se han hecho algunas muestras). Hoy, a 35 años de su muerte, el Museo de la Ciudad de México ofrece una exposición extraordinaria, a mi juicio la mejor que se haya realizado, de un pintor que merece ser conocido, y gozado, por las nuevas generaciones. No se la pierdan.