nteriorizarse en el sentido o el significado del voto ha sido durante el actual proceso electivo una tarea harto explorada, aunque también ingrata. Y lo ha sido porque las pretensiones de influir en el horizonte común se ven abrumadas por el enorme despliegue de las diversas campañas proselitistas. Intentar modelar la conducta ciudadana para que se abstenga o para que anule su papeleta, en cualquiera de las variantes que tales actitudes tienen, implica, además, innumerables derivadas políticas, partidistas, sociales, culturales, hasta cuestiones éticas. Evitar la redundancia argumental se presenta, entonces, como un asunto primordial de forma, gustos, estilo u oportuna originalidad si se atiende al uso eficiente del espacio público. Optar por difundir consejos –cuyas modalidades ya han sido experimentadas en demasía– corre también el riesgo de caer en lo que se entiende por el horrendo lugar común tanta veces visitado.
Hay, sin embargo, algunas lagunas que no han sido, hasta ahora y en el momento actual, exploradas con la propiedad debida. Se busca alejarse de relacionar la intemperancia del electorado que lleva a presumir nulas cualidades o rampantes delitos en todos los postulantes a un cargo público. Las expresiones, ya muy oídas, que tachan, por igual, a todos los políticos como una parvada de pillos e ineficientes, se transforman en una inmanejable madeja de retobos y claudicaciones que cercenan la difícil formación de ciudadanía. Es, hasta cierto punto una tarea facilona, asimilar el sufrido enojo ciudadano con la abstención y demás formas de protesta anulatoria en las urnas. La frustración individual que nace de apreciar la marginación social imperante, de atestiguar el defectuoso desempeño de las autoridades y los distintos partidos bien puede desembocar en la decisión final del voto por cualquiera de las opciones disponibles ante el elector. Tal fenómeno es entendible como parte de la realidad de toda contienda. Por tanto, es conveniente y sano poner el acento o la atención de la crítica, en otro campo distinto al usual. Anular el voto como una manera de presionar al poder, mandarle un mensaje de inconformidad o forzarlo a modificar su conducta, no es, por ahora al menos, la ruta más efectiva. Y no lo es porque se está delante de un fenómeno político que vive sus últimos días de vigencia. La trabazón sistémica que padece, desde hace ya varias décadas, lo hace inmune a todo aquello que implique un cambio o le exija algún sacrificio.
Las interrelaciones que se han formado en el aparato político nacional están marcadas por varios factores, todos de sumo cuidado y atención. Las complicidades, la deshonestidad en sus múltiples facetas (económicas, vivenciales, discursivas, humanas) se han parapetado detrás de una impenetrable cubierta de impunidad. Tales condiciones no son removibles con simples llamados al orden o afectables por una actitud abstencionista, anulatoria ante las urnas. Se requiere mucho más que eso: la búsqueda y encuentro de un agente que, mediante el uso eficaz del sufragio individual (colectivizado) inflija una derrota terminal al estado de cosas imperante. Sólo así se podrá dar cabida a un cambio que alivie al ciudadano. Se apela a una revuelta electoral que vigorice una opción política, tal como se hizo en el lejano 1988 o los cercanos días de 2006 o 2012. Sólo habría que aguzar la vista en quiénes o en cuál partido se recarga el miedo de la plutocracia para encontrar la opción disponible. Es ahí donde puede haber una oportunidad de cambio.
Buscar entre las presentes individualidades al partido que empolle candidatos con trayectorias de honestidad y desempeño aceptable es no sólo una salida asequible, sino un constructivo y respetable accionar. No se visualizan tales condiciones entre los partidos tradicionales (PRI, PAN, PRD) porque ya han sido infectados, en demasía, con los virus contaminantes de la vida democrática. Son ellos los que han configurado el entramado que concluye el trabado núcleo que se denomina como partidocracia. Es decir, una seudoélite que se eterniza en los cargos públicos y no ayudan, sino entorpecen, la ya larga y sufrida trayectoria de la transición democrática.