l Comando Sur de las fuerzas armadas estadunidenses anunció ayer que esta misma semana empezará a desplegar una fuerza de tarea
de 280 infantes de marina ( marines) conformada por tropas de aire, mar y tierra, con el propósito de entrenar a las fuerzas locales –sobre todo las hondureñas– en combate a la delincuencia organizada y tareas de rescate de población civil ante desastres naturales. El grupo principal de esta fuerza, de 180 efectivos, será enviado a la base militar que Washington controla en Honduras, en la localidad de Palmerola. Los otros 100 se distribuirán en otros puntos del territorio hondureño, así como en Belice, El Salvador y Guatemala.
“Los marines estarán en posibilidad de agrupar rápidamente personal y equipos en la región si son requeridos ante una situación de emergencia”, indicó el Comando Sur en el comunicado.
La información resulta preocupante porque, de acuerdo con los antecedentes históricos, la presencia de fuerzas militares de la potencia del norte nunca ha sido positiva para las poblaciones centroamericanas. Desde las incursiones del filibustero William Walker en Nicaragua, Costa Rica y Honduras (ya antes había intentado, sin éxito, hacerse con el control de Sonora y Baja California), a mediados del siglo XIX, hasta el respaldo genocida de las administraciones Reagan y Bush a las dictaduras guatemalteca y salvadoreña, en la penúltima década del siglo pasado, la presencia de los contingentes militares estadunidenses en Centroamérica se ha traducido en masacres, violaciones masivas a los derechos humanos, apoyo a tiranos impresentables y pérdida de soberanía para las naciones afectadas. De hecho, esas aventuras bélicas han terminado en ocupaciones en forma –como ocurrió en Nicaragua con Walker, quien proclamó una república esclavista, o 70 años más tarde, con tropas regulares cuya presencia provocó el inicio de la guerra de liberación encabezada por Augusto César Sandino– o en la conformación de regímenes marioneta, como pasó en la propia Nicaragua con la dinastía de los Somoza; en Guatemala, con Carlos Castillo Armas, y en Honduras, con gobernantes civiles puramente decorativos, hace tres décadas.
Hoy día Washington no es más respetuoso de los derechos humanos y las soberanías que hace 30, 60 o 100 años, como demuestran los abusos policiales que ocurren mes tras mes en las calles de las ciudades estadunidenses; las torturas en Guantánamo y Abu Ghraib, y las incursiones bélicas de la administración Obama en Libia y Siria. Por lo demás, Estados Unidos tampoco ha renunciado a su orientación colonialista e injerencista.
En tales circunstancias, un nuevo despliegue de tropas de Washington en Centroamérica abre la perspectiva de un nuevo ciclo de violaciones masivas a los derechos humanos y a atrocidades como las que perpetraron los militares y paramilitares de la región bajo la dirección, entrenamiento y financiamiento del Pentágono y la CIA. Para colmo de males, si los gobiernos de la región son incapaces de enfrentar al crimen organizado y llevar a sus cabecillas ante los tribunales, cabe dudar de su capacidad para sancionar a tropas ocupantes que, como ocurre hasta con los cascos azules de la ONU, tienen la impunidad garantizada para cometer cualquier clase de atropellos contra la población civil.
La noticia comentada abre, en suma, una perspectiva ominosa para Guatemala, Honduras, El Salvador y Belice. Cabe esperar que los gobernantes de esas naciones hermanas recapaciten y rechacen semejante ayuda
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