Opinión
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España: fin del bipartidismo
E

n las elecciones regionales y municipales realizadas ayer, el mapa político de España experimentó una súbita transformación en dos ejes: por una parte, el Partido Popular (PP), aún en el gobierno nacional, sufrió una caída de dos y medio millones de votos respecto de los comicios anteriores (2011) y, aunque sigue siendo la primera organización política, perdió sus principales bastiones urbanos –Madrid y Valencia– y previsiblemente perderá, conforme avancen las negociaciones entre las fuerzas opositoras en las horas próximas, el gobierno de varias comunidades autonómicas: Valencia, Castilla La Mancha, Aragón, Extremadura, Cantabria e Islas Baleares, y en las otras cuatro bajo su poder se ha quedado a expensas de acuerdos con otros partidos.

Por la otra, la clase política tradicional en general –desde los partidos nacionales PP, PSOE e Izquierda Unida, hasta regionales como el catalán Convergència i Unió– hubo de enfrentar a dos nuevas organizaciones surgidas de la sociedad en años recientes: Podemos, de izquierda, y Ciudadanos, de centroderecha, que tienen ya vocación de poder y cobran de golpe una influencia decisiva en los congresos autonómicos y en los ayuntamientos. La excepción a esta tendencia fueron las victorias obtenidas por el histórico Partido Nacionalista Vasco (PNV) en Vizcaya, Guipúzcoa y en las ciudades de Bilbao y San Sebastián.

Los datos específicos más relevantes que arrojan los resultados son sin duda la llegada al poder de fuerzas políticas nuevas en las dos principales urbes del país: Madrid y Barcelona. En la primera la formación Ahora Madrid –integrada por Podemos y otros colectivos progresistas surgidos al margen de los políticos tradicionales– se ha colocado como segundo partido, sólo detrás del PP, y es altamente probable que su candidata, Manuela Carmena, pueda formar gobierno con el respaldo del PSOE, cuyo aspirante, Miguel Carmona, prometió en varias ocasiones apoyar la candidatura progresista que obtuviera más sufragios. De concretarse una alianza, la derecha perdería la ciudad tras 24 años ininterrumpidos de gobernarla.

En la capital catalana el PP y el PSOE fueron convertidos por el electorado en partidos marginales, en tanto Barcelona en Comú –alianza en la que confluyen, además de la organización local de Podemos, Iniciativa, Esquerra Unida, Procés Constituent y Equo– desplazó de la primera posición a Convergència i Unió del presidente catalán Artur Mas. Aunque Barcelona en Comú se quedó muy lejos de lograr la mayoría absoluta, se abre la perspectiva de que su candidata Ada Colau, una activista contra los desalojos de deudores, encabece la alcaldía con el apoyo de otras formaciones. El mismo panorama se repite en Valencia, donde las fuerzas de izquierda quedaron en posición de sacar de la alcaldía a la derechista Rita Barberá.

En suma, el mapa político bipartidista forjado durante la llamada transición de la dictadura a la democracia formal y consolidado en los lustros siguientes ha quedado atrás, y ahora España entra en un periodo de pluralidad real y de competencia política efectiva. El voto duro de las fuerzas partidistas tradicionales pierde peso y presencia y buena parte de él se ha ido a organizaciones nuevas: Podemos, que es una agrupación surgida al calor de las movilizaciones sociales de los indignados y que ha conformado su programa a partir de causas y reivindicaciones populares, y Ciudadanos, que busca capitalizar el repudio generalizado a los políticos de siempre, aunque sin cuajarlo en una plataforma de cambio clara y contrastada.

Cabe preguntarse si los integrantes de la clase política serán capaces de asimilar el golpe y la lección, y si las nuevas formaciones partidarias lograrán enfilar estas primeras victorias en la ruta de la profunda transformación institucional y económica que España requiere con urgencia. Por lo pronto está claro que sí, que sí se puede.