Marea baja
e le cierran los ojos. A Lucila le gustaría experimentar la misma somnolencia por las noches. Las pasa en vela, con la radio encendida al volumen más bajo, para oír un programa musical larguísimo. Al principio, cuando el locutor promete a su público siete horas de los más variados ritmos
, Lucila se pregunta si aún estará viva para el momento en que toquen Marea baja, la melodía que anuncia el fin de la emisión.
Entregada a la pereza matinal, Lucila decide olvidarse de la rutina diaria: pesarse, subirse a la bicicleta estacionaria, meterse bajo la regadera, enjabonarse con la mano derecha mientras que con la izquierda se aferra al tubo cromado que le evitará una caída de consecuencias dramáticas, si no es que mortales.
Se abstendrá también de ir al comedor. Aún no está lista para responder a las preguntas de sus amigas. En el Complejo las noticias vuelan. A estas horas sabrán que ella está de regreso y querrán que les aclare el porqué de su tan inesperado y pronto retorno. No piensa decírselos ni tiene fuerzas para inventar un motivo aceptable. Punto. No irá al comedor.
II
A las 10 de la mañana, tendida en su cama, Lucila siente la dicha infantil que la embargaba los días en que, por un leve malestar, no iba a la escuela y permanecía en casa disfrutando los cuidados de su madre. Cierra los ojos, se vuelve hacia la pared y desliza la mano bajo la almohada. Sonríe al tocar sus lentes. En los cursos de autodefensa (l7 horas, galletitas y café) le han dicho que debe tenerlos siempre al alcance, lo mismo que el timbre de alarma, el ansiolítico y las llaves.
Murmura la recomendación imitando la voz de la instructora. Ese ejercicio le da plena conciencia de hallarse en el 2 B, su antiguo departamento en el Complejo Alcántara. Esta será su segunda estancia allí. Puede quedarse el tiempo que guste, recibir visitas, irse de vacaciones; pero le negarán un tercer ingreso si no informa de su partida con 30 días de anticipación.
Pasó por alto ese requisito a principios de marzo, el miércoles en que le pidió a su hija Marina que fuera a recogerla porque no deseaba quedarse allí ni un minuto más
, aunque eso significara perder la renta adelantada. Para no dar nuevas molestias a Marina y a Eduardo, su yerno, pensaba irse a vivir a una casa de huéspedes o un hotel modesto. (Podía permitirse esa libertad gracias a la pensión que le dejó su esposo y a la herencia de su hermana Jacinta, qepd.)
Marina logró convencerla de que no lo hiciera; en cambio, no consiguió que su madre le explicara su repentina salida del Complejo. Lucila lo tenía muy claro, pero no hallaba las palabras para decirlo sin descubrir la importancia que había adquirido su amistad con Mateo.
III
Es jardinero en el Complejo Alcántara. Todo los martes se presenta a las ocho de la mañana y se va a las tres de la tarde. Cuando se la ofrecieron, Lucila no aceptó la ayuda de Mateo, pero de paso a la capilla o al comedor lo saludaba o le hacía algún comentario amable.
Su trato adquirió un giro más personal cuando Lucila fue a pedirle ayuda con las azucenas rojas que había sembrado en su jardín y se le estaban marchitando. A la vista de las flores agónicas Mateo pronunció su veredicto: falta de abono y abundancia de caracoles
. Lucila dijo no saber cómo solucionar el segundo problema y él se ofreció a eliminar la plaga con un insecticida de uso delicado.
A partir de ese día, sin darse cuenta, empezaron a entablar una amistad ligera, bien acotada. Los temas de conversación eran mínimos: el transporte público, la inseguridad, tiempo que no alcanza, la familia. Lucila se enteró de que Mateo había perdido a su único hijo cuando el muchacho acababa de cumplir 24 años, sin colmar su sueño de convertirse en ingeniero.
Lucila habló a Mateo de su hija Marina, directora de una escuela para niños con discapacidad, y de su yerno Eduardo: subgerente en una fábrica de telas. Recién viuda, había aceptado vivir con ellos sin jamás plantearse que las cosas pudieran ser distintas. Pero una mañana, al pasar frente a una casa en renta, se había asomado al interior. Al ver la estancia amplia y alegre imaginó cómo la decoraría si fuera suya. Anheló tener un espacio propio y empezó a buscarlo.
Al enterarse, Marina se sintió rechazada. Lucila le aseguró que a su lado era feliz pero necesitaba vivir sola: a sus 77 años jamás había tenido esa experiencia. Su hija le recordó los inconvenientes y peligros que podían acecharla en caso de que realizara sus planes.
Lucila prometió buscar una solución intermedia. La encontró en el periódico donde leyó el anuncio del Complejo Alcántara. Era lo ideal para ella: tendría un departamento con jardincito al frente, servicio de hotel, atención médica, posibilidades de convivir con nuevas amistades. Así fue, pero Lucila nunca se imaginó que entre ellas se encontraría el jardinero.
La relación con Mateo fue haciéndose especial. Sus conversaciones también. Él aportaba largos silencios, sonrisas, miradas, gruñidos y una que otra palabra. Lucila, en cambio, se desbordaba hablándole de sus experiencias; cuando no lo hacía era como si nada le hubiera sucedido, como si hubiese muerto antes de escuchar las últimas notas de Marea baja.
Sin querer reconocerlo, Lucila pasaba los días esperando a Mateo. La mañana de un martes se descubrió frente al espejo pintándose los labios y considerando la posibilidad de teñirse las canas. Eso bastó para que se diera cuenta de que estaba fomentando una situación absurda. Decidió terminarla. Para eludir a Mateo se hizo la enferma. Al día siguiente le pidió a Marina que la alojara en su casa.
Permaneció allí ocho semanas. La convivencia con su hija y su yerno, como siempre, fue tersa, pero Lucila pensó que no era suficiente, le faltaba algo: su espacio, su jardín, los prolongados silencios de Mateo. Ayer volvió al Complejo Alcántara. Espera, ilusionada, que pronto llegue el martes.