l remolino de la indignación ha alcanzado a Lorenzo Córdova, consejero presidente del INE. La razón para la furia proviene de una conversación telefónica donde se expresa burlonamente de un personaje al que imita diciendo: Yo jefe gran nación chichimeca, vengo Guanajuato. Yo decir aquí, o diputados para nosotros o yo no permitir tus elecciones
, y así por el estilo a lo largo de los dos minutos que dura la grabación, profusamente divulgada a través de los medios y las redes sociales.
Los desafortunados dichos de Córdova recibieron la condena fulminante por incluir expresiones que pretendiendo ser jocosas resultaron discriminatorias, políticamente incorrectas al referirse a un sujeto no identificado que en el imaginario de los denunciantes representa a los pueblos indígenas, presuntamente agraviados por el funcionario. Así, una generalización se impuso para condenar a Córdova mediante un juicio sumario que no admite el menor matiz. El daño está hecho, es grave y hasta cierto punto irreparable, no obstante la trayectoria pública del actual presidente del INE.
Lo sorprendente del caso –más allá de las frases repetidas en todos los espacios o de la inesperada fobia irreflexiva y el rencor acumulado en los inquisidores– es que las declaraciones de Córdova no provienen de un acto público, ni siquiera de la reunión donde se habría producido el encuentro, sino de una grabación telefónica a todas luces clandestina, ilegal. ¿Esto exonera a su autor de toda crítica? Por supuesto que no, pero obliga a ponerla en contexto pues la ilegalidad, como lo admitió la comisión contra la discriminación, anula toda posible queja legal contra Córdova, si fuera el caso, aunque plantea un problema de mayor envergadura pues la intervención de las comunicaciones entre particulares (y la difusión sin más) es un delito que suele ocultarse (y justificarse) bajo el escándalo que su propia comisión garantiza. Por su parte, Córdova ya ha pedido perdón a todos los que se sintieron agraviados por sus dichos.
En cambio, la violación del derecho jamás desata la desaprobación equivalente, de tal forma que las víctimas del espionaje ilegal no tienen defensa pues en la opinión pública lo que vale es la narrativa divulgada, sin que importe su autenticidad ni las formas de obtenerla (y eso cuando se descubre que existe).
Evidentemente, quien ordena las grabaciones clandestinas y luego las divulga no desea informar sino destruir. No son herramientas de investigación al servicio de la verdad o la transparencia, sino formas de torcerlas a favor de intereses que no por opacos son menos existentes. En la situación de debilidad jurídica e institucional en la que nos hallamos y tomando en cuenta la magnitud de la desconfianza ciudadana, poner en la picota mediática a un personaje viene a ser el gran premio que en la oscuridad de los sótanos del poder se concede a quienes prefieren la revancha instantánea a la justicia. Todo se vale. En cuanto a la ley, la impunidad es absoluta.
El espionaje ilegal tienes fines que no se alcanzan bajo las reglas del juego aceptadas. Está claro que en este caso la imagen personal de Córdova era un blanco importante, pero no el asunto principal. Con la grabación se envía un mensaje al INE, el aviso de que tras bambalinas hay fuerzas que no están dispuestas a que la autonomía de un órgano del Estado sea tal y no están satisfechas con el curso de las cosas.
Junto con el escándalo circulan ya los nombres de los hipotéticos beneficiarios de este penoso incidente. Hay que cuidar no incurrir en las descalificaciones instantáneas que sólo crispan el ambiente, y exigir la investigación de los hechos. Sin embargo, el tema de fondo es la persistencia de una situación que revela la fragilidad del momento, la necesidad de actuar con claridad de cara a los gravísimos problemas de la nación. Veremos.