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Breve historia de la “planta de las
Rodolfo Ramírez Rodríguez Doctor en Historia
El maguey de aguamiel (Agave atrovirens, salmiana o mapisaga), una de las plantas más características del altiplano de México, y su principal producto explotado, el pulque, forman parte de la tradición cultural del pueblo mexicano. En unión al principal vegetal cultivado y modificado por los pueblos mesoamericanos, el maíz (Zea mays), forman la dicotomía agrícola básica y la fuente de satisfacción de las necesidades de varios grupos que ocuparon la región cultural de Mesoamérica. En la mayoría de los pueblos del centro del México actual, hoy como ayer, le cultivaban y su aprovechamiento era total. Los productos usados eran, además del aguamiel (como líquido vital donde escaseaba el agua), como alimento dulce de su piña o corazón cocido; sus fibras secas como tejidos de vestir; las pencas secas, como material de construcción; agujas de las espinas de sus pencas; de sus quiotes o tallos florales, como vigas o pilotes; de su mixiote o cutícula, envoltura alimenticia; de sus flores y plagas animales (gusanos o larvas de mariposas, metoros o ratas de maguey), base de ricos guisos de origen indígena; y hasta remedios medicinales de las diferentes partes de la planta, desde la raíz hasta la savia convertida en pulque. Se sabe que el uso de la planta se pierde en los orígenes de México, pues se han hallado piñas de maguey cocidas en las exploraciones arqueológicas realizadas en las cuevas de Tehuacán, Puebla, centro de difusión del maíz cultivado. Por su parte, en las civilizaciones antiguas se han encontrado referencias al uso ritual del pulque en ceremonias de petición de fertilidad de la tierra, como se muestra en Cholula, Teotihuacan y Tajín, en el periodo Clásico; y en la inserción del maguey en la cosmovisión religiosa de pueblos postclásicos como el mixteco, el nahua y el otomí. Así, existe por lo menos evidencia de 25 siglos de formación de una cultura del maguey y del pulque, donde variadas civilizaciones no sólo han explotado el producto embriagante sino construido una cultura popular que llega hasta hoy en el mito de la creación del maguey por Mayahuel, o en la leyenda de la embriaguez de Quetzalcoatl, que al tomar la “quinta copa”, perdió el reino y auguró la venida de hombres barbados del Oriente. Con la llegada y toma del poder de parte de los castellanos, el pulque perdió su atributo divino y ritual y se convirtió paulatinamente en una bebida embriagante de amplio consumo en las ciudades, no sólo entre las etnias nativas, sino entre el creciente número de mestizos y castas durante los tres siglos de dominación hispana. De modo que el monopolio de producción que había pertenecido a los indígenas pasó en el siglo XVI a los conquistadores, que se hicieron de centros de producción con el nombre de “haciendas pulqueras” en las tierras semiáridas del altiplano central que estaban cerca de los grandes centros de consumo. Esta zona se extendía por el noreste del Estado de México hasta el sureste de Hidalgo y el noroeste del estado de Tlaxcala, conocida históricamente como los Llanos de Apan, que fue el origen de la riqueza de connotadas familias, que incluso pertenecieron a la nobleza novohispana y que luego apoyarían a la causa independentista y al grupo porfirista.
Sin embargo, la historia del pulque contaba con una dinámica propia. Se convirtió en uno de los principales productos gravados del virreinato, sólo debajo de la plata y las alcabalas (impuestos al comercio); se llegó a establecer una serie de decretos reales sobre su tipo de venta y el número de pulquerías en la capital, e incluso se dio en subasta pública la renta del pulque (que consistía cubrir un pago anual fijo y beneficiarse del cobro de la entrada del líquido a la Ciudad de México). Pero todo esto colaboró por un lado a una serie de corruptelas en el sistema fiscal, y por otro a un aumento en el consumo del pulque, que desde el siglo XVIII y durante el XIX fue creciendo de modo considerable, hasta que se le asignó el título de la “bebida nacional”. De esta forma, el virrey pidió estudios a los médicos del Real Protomedicato y a los doctores de la Universidad, para conocer si el pulque era una bebida saludable o si se debía impedir la mezcla con otros productos de la tierra. Desde entonces se le achacaron al pulque sucesos notables, como el origen del motín de 1692, cuando se pegó fuego al Palacio Virreinal, a causa de una gran hambruna. Durante mucho tiempo pesó el cargo de la excomunión por su abuso, originado por los misioneros del siglo XVI, que consideraban el emborrachamiento con el pulque como algo diabólico, pero en el fondo seguían superviviendo concepciones populares en donde el uso del octli se asemejaba al vino, y el culto de Mayahuel se superponía a la misma Virgen de los Remedios. Pero siempre fueron las pulquerías capitalinas lugares míticos, donde la relajación de las costumbres y la reunión de sectores populares descontentos podían ser germen de revueltas sociales que rayaran en peligro para el orden establecido. Las pulquerías, tras la Independencia de México, serían magistralmente descritas por Guillermo Prieto o Manuel Payno: ahí el fandango, los antojitos populares, las riñas y la reunión del pueblo bajo darían algunos rasgos de nuestra identidad. Para asombro de propios (escritores mexicanos) y extraños (viajeros extranjeros): las pulquerías, las haciendas pulqueras y los arrieros que transportaban el preciado líquido continuaron in crescendo, durante el primer siglo de vida independiente, sin importar los sucesos políticos. Mas, entre el Imperio de Maximiliano y la restauración Republicana, un hecho ayudó a incrementar el negocio del pulque: la instauración del Ferrocarril Mexicano, que unió los Llanos de Apan con la ciudad de México en 1866 y permitió la comercialización del producto haciaa Puebla (1869) y hasta Veracruz en 1874. Luego, en la década de 1880, con la apertura de los Ferrocarriles Interoceánico y de Hidalgo y del Nordeste, se abrió la competencia y las haciendas pulqueras vivieron una época de expansión y se convirtieron en grandes centros productivos con sus bellas fachadas de castillos.
Sin embargo, el auge del negocio pulquero se alcanzó a finales del porfiriato, a pesar del inicio de algunas campañas anti-pulqueras propias de la modernidad occidentalizante. Entre 1909 y 1916, se consolidaron empresas de aspecto monopólico con el nombre de Compañías Expendedoras. Éstas intentaron cooptar la producción, distribución y venta del pulque en ciudades como Pachuca, Puebla, Orizaba y México. Pero con el movimiento de la Revolución mexicana, estas prometedoras empresas desaparecieron. Con la llegada al poder de una nueva élite revolucionaria, que no compartía el gusto por el pulque, y con el inicio de reformas sociales que generó la Constitución de 1917, se inició la caída del pulque en México. Primero por imponerle mayores cuotas fiscales que a otras bebidas, segundo por la acreditación de la hipótesis de que el pulque era una bebida insalubre, causante de degeneración de la raza mexicana, y promotora del alcoholismo y la criminalidad. Resucitada esta hipótesis por los revolucionarios, el último clavo fue el reparto agrario de los latifundios pulqueros, quedando las haciendas repartidas en ejidos, cuyos integrantes explotaron al maguey sin un plan bien establecido entre 1920 y 1950. En 1945 la producción nacional de pulque fue superada por la cerveza, que desde entonces creció exponencialmente y se adueñó del mercado perteneciente al pulque. Durante el resto del siglo XX el pulque vivió un momento muy oscuro en su historia; proscrito de la alimentación y del gusto por las bebidas mexicanas, y cargado con negras leyendas urbanas, casi desaparece. No obstante, pervivió en las mismas comunidades que lo vieron nacer. Ahora el presente le ofrece un nuevo futuro donde los productos orgánicos y tradicionales tienen mucho que brindar al siglo XXI. reSaber del pulque
Corina Salazar Dreja Yo no crecí con el pulque, lo conocí entrando a la universidad. No podía faltar en las fiestas de antropología, biología, artes plásticas y teatro. No tengo un recuerdo muy claro de saber de él en mi infancia, sólo algo así como bebida prehispánica. Pienso ahora que la campaña de desprestigio funcionó bien para acallar la voz de este fermento en la capital de Morelos. Era raro, el misterioso cara blanca, porque unas veces sabía sabroso y otras asqueroso. “El pulque ya no sabe como antes”, decían los viejos. Fue Luis Flores quien primero me habló a profundidad de él. Su padre había tenido el monopolio de pulquerías en Cholula y aún conservaban El Encierro, con sus gigantes pinturas populares de un juego de rentoy, largas mesas y bancas de madera, su mostrador con el barril lleno de pulque blanco, las repisas con sus vasos de veladoras, cubetitas plásticas de colores, velas, santos, flores, espejos hexagonales, la sábila para la protección, la virgencita para la bendición, alguna chunche abandonada y letreros como el clásico: hoy no fío. Luis Flores me hablaba del tinacal, de las tinas con mil litros de pulque, de la punta, de la contrapunta, del piecito, de la espuma, y había algo, en su pronunciación de PULQUE, que hacía que tanto a él como a mí se nos escurriera la baba. ¡Qué bonito sonido! Y que manera tan cariñosa de hablar de esta bebida artesanal. “Si quieres conocer del pulque, y aún encontrarte a los burritos cargando las castañas, ve a Nanacamilpa”, me dijo, y fui. En Nanacamilpa, Tlaxcala, me recomendaron visitar la hacienda San Bartolomé del Monte, donde debía preguntar por Ricardo del Razo. Pasando Calpulalpan, sobre el camino recto al pueblo de la Soledad, bordeado por capulines y magueyes, se veía aparecer a la distancia el casco de la hacienda y el imponente portón de hierro forjado que anuncia adonde has llegado. Y allá en el fondo, recargado sobre la también antiquísima y gigantísima puerta de madera tallada de la casa principal, estaba un sujeto barrigón con los brazos cruzados, el sombrero inclinado y los ojos entre abiertos que al preguntar por el famoso don, me gritó: “¡Yo soy!”, y en zigzag fue a enseñarme el tinacal. Ahí conocí a Martín Salamanca, semillero, mayordomo, tlachiquero, magueyero… Antes había un encargado para cada tarea referente a la producción de pulque, hoy todo se ha ido a menos, como este tinacal, cuyas tinas en uso ocupan menos de la mitad de su tamaño. A esta hacienda volví incontables veces. No sólo porque me maravillaba la historia que se respira en la que fuera una las haciendas más productivas del Rey del pulque, Ignacio Torres Adalid, sino por aquella magnífica magueyera. Conocí más adelante a don Ricardo del Razo, al verdadero, ya que la persona que conocí al principio era su chofer, Félix, conocido como El tlaxcal, a quien le faltaba dedo y medio. Félix me contó que un día lluvioso hacía equilibrio sobre el lomo de un burro y que resbaló. Al caer, su mano pasó por la hoz. Medio dedo se le había volado, pero aún le colgaba la mitad del otro, pues pendía de un pedacito de piel, o al menos eso él creía. Envalentonado por los niveles que uno puede alcanzar con el pulque, se lo jaló, pero el dedo colgaba de un tendón y el tirón lo sintió pasar por la axila y la ingle hasta levantar su dedo gordo del pie. Con sabias palabras de aquella dolorosa experiencia, me dijo: “Todo está conectado.” La mayoría de las personas que trabajan en torno al pulque están juradas. Don Ricardo del Razo, crecido en el trabajo del maguey, padre de más de 50 chilpayates, presidente municipal, diputado, habrá tenido unos 87 años cuando lo conocí, pero no estoy segura, ya que solía aumentarse la edad. ¡Qué bueno que lo conocí grande! Esa sonrisa pícara la recuerdo bien, era la de un hombre que hizo lo que quiso. Y me dejaba pernoctar en San Bartolo, aunque eso le extrañaba. Así fue como pude acompañar a Martín a raspar tremenda magueyera a las seis de la mañana. Martín y su hermano Bernardino, alias El venado, trabajaban desde jóvenes en esta hacienda. Montan las castañas de madera en los burros y salen a la tanda dos veces al día. Llevan acocotes grandes, con capacidad para más de seis litros, hechos de fibra de vidrio, disque con este material aguantan más y son más fáciles de reparan. Es raro ver acocotes naturales de ese tamaño, ya no los dejan crecer, y a duras penas tienen capacidad para tres litros. Esta especie de calabaza potencializa la calidad del aguamiel, cosa que jamás logrará el plástico. Y bueno, tal cual alguien mencionó, los tlachiqueros recogen el aguamiel cual abeja que va de flor en flor. Ahí van, seguidos por el burro y algún perro, subiendo y bajando pencas. Y aunque se pierdan en la lejanía, se escucha cuando succionan el aguamiel y cuando raspan el cajete hecho en el maguey.
Después de haber raspado más de 20 magueyes regresan a la hacienda, directo al tinacal. Martín ya no le canta al pulque, no le alaba. Pocos lo hacen. Pero sí mantiene bien limpiecito el tinacal. Aaaaah, el aroma del fermento, hay que respirarlo a profundidad para que se guarde bien adentro, en la memoria de lo vivo y no de lo podrido. El tinacal, donde le dan de comer aguamiel al pulque en las tinas para que vuelva a trabajar, para que espumee y crezca. Recuerdo a don Ricardo del Razo, con su cuerpo pesado y toda su dignidad, entrar al tinacal para revisar la calidad del pulque. Con la chalupa, especie de pequeñísima trajinera, tomó una cucharada de una tina y lo bebió, ¡pero no se lo tragó!, lo mantuvo un rato en la boca, catándolo, y luego con gran habilidad se aventó un peculiar escupitajo, que al caer en bolita reventó en el suelo, ¡poc!, con un bellísimo sonido. Es la bucha, un arte poco usual. “Este es de barrido”, dijo, golpeando la tina con la chalupa. El pulque de aquella tina se vaciaría en barriles para llevarlo a la ciudad. A la hacienda llegan unas camionetas para llevarse el pulque a la ciudad de México y distribuirlo en las pulquerías. Aparentemente, los pulques de Tlaxcala tienen más terreno que los de Hidalgo, pero el monopolio se quiebra. Las pulquerías tradicionales siguen disminuyendo. Se mantienen moribundas, se sostienen por su encanto o renacen borrando toda su historia. Y seguro que todo cambia. Nuevas generaciones toman la batuta del fermento, de la bebida ancestral, de la bebida viva que se pensaba en el olvido. Pero ya nada será lo que fue, bien se dice, y muchos espacios que se abren para el maguey no se sostienen sin su rival, la cebada. Neopulquerías, pulquerías-bar, restaurantes… se unen a lo sobreviviente de antaño y el pulque vuelve a ocupar su lugar en la mesa. ¿Moda? Para algunos lo será, para otros es necesidad y un gusto. Pues en este rincón del mundo crece una planta llamada maguey, bien conocida como “la planta madre”. Da cobijo y da sustento. ¿Y querían que la olvidáramos?
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