s meridianamente claro que en meses recientes, y a la par de la improcedente declaratoria de Venezuela como una amenaza a la seguridad de Estados Unidos, esa nación sudamericana ha venido padeciendo una ofensiva injerencista y desestabilizadora de Washington, de las derechas internacionales y de los capitales trasnacionales afectados por la política económica de la república bolivariana.
Esa ofensiva, rechazada por la mayoría de los gobiernos de Latinoamérica, ha tenido como componente central el involucramiento de diversos personajes de la política iberoamericana: el español José María Aznar, los mexicanos Vicente Fox y Felipe Calderón (realizador y beneficiario del desaseo electoral de 2006, respectivamente), el colombiano Álvaro Uribe (ligado a los paramilitares y al narcotráfico), y los salvadoreños Alfredo Cristiani y Armando Calderón Sol (partícipes, en su tiempo, de la creación de escuadrones de la muerte), entre otros, que han expresado una pretendida indignación por la supuesta alteración democrática en Venezuela.
En forma paralela a este agrupamiento de personajes de la derecha, Washington ha colocado en su tablero a individuos procedentes de otras corrientes, como el ex presidente del gobierno español Felipe González, quien, en un gesto inequívocamente mediático y publicitario, ha asumido la defensa de políticos opositores presos en Venezuela. El ex gobernante español carece, como sus pares latinoamericanos, de autoridad moral para asumir esa defensa por cuanto su gobierno se caracterizó por gestar escenarios de evidentes violaciones a los derechos humanos, mucho más graves que los que se pretende atribuir al gobierno de Maduro: baste recordar como botón de muestra que durante la gestión del político socialista operaron los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación, organizaciones paramilitares con conexiones con el propio gobierno y la extrema derecha, que asesinaron a más de 74 personas entre civiles, activistas de la izquierda abertzale y miembros de ETA.
Al margen de estas consideraciones, las autoridades de Caracas perjudican su propia causa al encarcelar a opositores y críticos del gobierno con el argumento de que participan en una asonada contra la institucionalidad democrática, pero sin aportar los elementos necesarios y suficientes para demostrar esas acusaciones.
Con tal actitud, el gobierno venezolano descuida el principio de presunción de inocencia, el cual debe ser un precepto incuestionable y de aplicación universal. Para complicar más las cosas, estos encarcelamientos resultan contraproducentes en la medida en que aportan argumentos a la campaña de la derecha venezolana, los capitales trasnacionales y las figuras políticas extranjeras que se han sumado al acoso en contra del Palacio de Miraflores.
Es pertinente traer a cuenta lo formulado hace unos días por el ex presidente de Uruguay José Mujica: Creo que hay un interés en ir preso en Venezuela. Es una técnica, es la forma de luchar de la oposición. Inducen al gobierno a pasarse de la raya. Le crean una contradicción internacional notable y estos bobos entran. Se lo he dicho a ellos. Es un error
.
En las palabras expresadas por el ex mandatario uruguayo hay un principio de sensatez que debiera ser atendido: si en los sectores de la oposición política venezolana hay un designio político por hacerse encarcelar para socavar la imagen del gobierno, las autoridades venezolanas estarían cayendo en una trampa peligrosa. En caso contrario, no hay razón para mantener presas a personas conocidas, más que por otras razones, por su oposición al gobierno.