os partidarios a ultranza del libre comercio, cuyo santo grial del momento es la Asociación Transpacífica (ATP, o TPP, por Trans-Pacific Partnership), echaron a volar las campanas con júbilo a mediados de abril al darse a conocer un acuerdo en principio entre los líderes de los comités de Finanzas del Senado y de Medios y Arbitrios de la Cámara de Representantes. Se dijo que el acuerdo abría el camino para, por fin, aprobar en el Congreso de Estados Unidos la solicitud de autorización especial de negociación –universalmente conocida como fast track authority– presentada por el presidente Obama en relación, entre otras cosas, con la negociación –tan prolongada y tortuosa como reservada o confidencial en sus detalles– de dicha asociación con otros 11 países de la cuenca del Pacífico (Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur y Vietnam). Como se sabe, la autorización especial o fast track authority permite al Legislativo definir los objetivos de la negociación comercial de que se trate, pero lo restringe a rechazar o aprobar in toto el resultado de las negociaciones, sin poder enmendar ninguno de sus extremos. Desde los tiempos –que ahora se antojan pertenecientes a la prehistoria– de la negociación del TLCAN, los socios comerciales de Estados Unidos saben muy bien que negociar fuera de la fast track authority es, en el mejor de los casos, un ejercicio fútil.
Esos mismos adeptos al librecambismo volvieron a alegrarse, días después, con el anuncio del 20 de abril de que las autoridades de comercio exterior de Japón y Estados Unidos habían conseguido grandes avances en sus conversaciones en Tokio sobre los persistentes desacuerdos comerciales bilaterales que han constituido, hasta el momento, uno de los mayores obstáculos para culminar la negociación de la ATP. Aunque no resulta fácil comprender cómo un amplio acuerdo multilateral, que sus proponentes consideran el non plus ultra de los convenios para el nuevo siglo, dependa, inter alia, del volumen de arroz que Estados Unidos pueda vender en Japón, se acogió con alborozo el anuncio de que esas pláticas entraban en su etapa final
y cabía esperar que el acuerdo definitivo fuera adoptado por el primer ministro Abe y el presidente Obama en su cita del 28 de abril. También de este modo se despejaba el camino para culminar la por ellos anhelada Asociación Transpacífica.
Las celebraciones de los entendimientos en el Capitolio y en Tokio no fueron duraderas, para desencanto de los neomercantilistas del siglo XXI (o XIX). En Japón –cuyo gobierno se esforzó por complacer a Washington con el anuncio de que se mantendrá al margen del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura, propulsado por China– no se ofrecieron muchos detalles de los avances conseguidos, en dos días de tratativas, por el ministro de Economía, Akira Amari, y el representante especial de Comercio, Michael Froman. Según el Japan Times (20 de abril), el primero señaló: Se han conseguido progresos importantes, como resultado de duras negociaciones, pero hay todavía cuestiones pendientes, entre ellas las importaciones japonesas de arroz. Se requieren, por tanto, nuevos esfuerzos para alcanzar un acuerdo
. El segundo, como también señala el diario tokiota, manifestó: Las diferencias sobre los grandes puntos contenciosos relacionados con las importaciones agrícolas y el comercio de automotores se han estrechado sustancialmente, pero se necesita continuar los trabajos
. Se ha sabido de siempre que las ventas de arroz (y carne de res y cerdo, trigo, cebada, azúcar y lácteos) son un tema sensible para Japón y que los automóviles y autopartes japonesas que se exportan a Estados Unidos lo son para este país. Si todo esto sigue pendiente, ¿en qué se avanzó? Quizá en nuevas medidas para poner trabas a las empresas propiedad del Estado o de tecnología avanzada que existen en otros países del Pacífico y que habrá que considerar especies en peligro de extinción a resultas de la ATP. Abe llegará a Washington en menos de una semana y cabe preguntarse si diferencias seculares se resolverán en verdad de un día para otro.
El acuerdo entre líderes de ambos partidos en los llamados tax-writing committes del Congreso no ha concitado un respaldo generalizado de las bancadas republicana y, sobre todo, demócrata en el Capitolio. Han sido más, según la prensa estadunidense, las censuras que los aplausos. Numerosos demócratas, junto con un contingente pequeño pero muy activo de republicanos, continúan oponiéndose
–señaló The New York Times el 16 de abril– a convenios de liberalización del comercio de bienes y servicios, facilitación de inversiones, traslado internacional de actividades productivas, etcétera, del tipo de la ATP. La oposición de grupos sindicalistas y gran número de organizaciones de la sociedad civil, interesadas en el empleo, los derechos laborales y el cuidado ambiental, influye también en las posiciones del Congreso. Varios legisladores se han mostrado resentidos ante la presión para apresurar la aprobación de la autorización especial. “No se puede aprobar el fast track vía fast track”, dijo un representante.
El aspecto más preocupante (e irritante) de la negociación de la ATP ha sido el sigilo que la envuelve. WikiLeaks divulgó recientemente, entre otros puntos (que pueden verse en la sección relevante de La Jornada), un proyecto del capítulo sobre inversiones de la ATP, fechado el 21 de enero de 2015. Más allá de su contenido –que, desde luego, merece ser examinado con detenimiento–, resulta profundamente inquietante la advertencia que lo precede. Indica que el texto ha sido clasificado por el gobierno de Estados Unidos y que se mantendrá en esa condición secreta o reservada hasta cuatro años después de la entrada en vigor del acuerdo TPP o, de no alcanzarse el acuerdo, cuatro años después del cierre de las negociaciones
. Es inaudito que, por una parte se asegure que la ATP y, desde luego, sus disposiciones en materia de inversiones, traerán consigo una derrama sin precedente de beneficios sobre las economías y las poblaciones de los países asociados y, por otra, se determine que los beneficiarios mismos no podrán enterarse del contenido específico del acuerdo que tanto los favorece, sino cuatro años después de disfrutarlos o de haberse resignado a perderlos.
Puede tenerse la seguridad de que hay muchos elementos en la negociación de la ATP que es preferible ocultar a la opinión pública. Por cierto, uno de los 11 de la asociación (México) acaba de adoptar una flamante ley en materia de transparencia.