onozco a Pablo Meyer desde que era niño. Desde entonces hemos cocinado juntos, conversado, sonreído, nos hemos encontrado a horas inusitadas del día y de la noche, y he tenido la fortuna de compartir con él su infinito afán por indagar sobre todas las cosas del mundo. Su curiosidad es insaciable, no tiene límites. Lo mismo conoce la última obra de Kensaburo Oé y lo busca para conversar con él, porque lo admira, que disfruta en vivo la música de la película Sólo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch, y discute con el autor los huecos en su trama mientras se coordina con Laurie Anderson para saber cuáles serán los ingredientes de la cena que compartirán en los próximos días. Con la misma intensidad se interesa por conversar con productores de queso en las carreteras del Bajío y por saber cómo se producen los tejidos de los sillones de Campeche. Su energía es inagotable.
Apenas rebasaba sus 20 años cuando la Universidad Rockefeller supo de su grandeza y lo invitó, por conducto de la fundación que le da vida, a terminar de formarse en sus aulas. Le ofreció casa, sustento y consolidar sus trabajos de investigación. Estaba cursando la carrera de física en la Universidad Nacional Autónoma de México, pero nadie en nuestro país se dio cuenta de su talento. En los laboratorios de la Rockefeller, en Nueva York, se doctoró en biología y vivió rodeado de antiguos y recién nombrados premios Nobel. Allí tuvo todas las facilidades para profundizar en el conocimiento sobre las mil y una formas de comunicación y relación entre las células. Una calurosa tarde de estío en la ciudad de México, antes de irse, Pablo intentó con paciencia explicarme qué trataba de buscar y mostrar con sus investigaciones. La pasión con la que me contaba cómo se relacionaban las células de nuestro organismo y qué buscaban decirse, iluminaba aún más la habitación. Lo que supe, y comprendí gracias a él, es que en las células no sólo existen procesos químicos, sino que los procesos físicos son fundamentales. Pero yo, confieso, no entendí casi nada más. Una cosa sí me quedó clara de nuevo, mi interlocutor era inspirador, irradiaba.
Pablo Meyer nos regala hoy un libro deslumbrante, su primero. Se trata de Genómica, el acertijo de lo humano, publicado por Tusquets. La primera sorpresa que nos depara es que es una obra del ramo de las ciencias pero en ella estamos frente a un ensayo clásico. Honra así la gran tradición mexicana por el cultivo de ese género. La segunda es que es un volumen de historia de la ciencia en la que las preguntas de la ética están presentes en cada una de sus páginas. Se atreve, además, a regalarnos un prólogo y un epílogo de ciencia ficción en el que nos remueve sentimientos de nuestra más pura intimidad filial en un guiño sonriente.
Su narración nos lleva a conocer los entretelones de amarga deslealtad entre James D. Watson, Francis Crick –reconocidos descubridores de la doble hélice del ADN–, Maurice Wilkins –quien obtuvo su primera fotografía– y Rosalind Franklin, compañera relegada de los aplausos y del reconocimiento sobre el fabuloso descubrimiento a causa de lo que, hasta hoy, parece sólo vileza pura. Con ejemplos que nos llevan de lo familiar a lo universal, el libro nos conduce a conocer los secretos del genoma humano, a descubrir a los protagonistas que los encontraron, a develar el desarrollo de su conocimiento con todas sus implicaciones en la economía bursátil, en la constitución de un nuevo tipo de empresas, en la salud personal, en la política de salud pública. También nos explica con paciencia el nacimiento de la genómica y el camino que la lleva a personalizar el conocimiento de las imperfecciones funcionales de nuestro cuerpo para resolverlas también de manera personalizada y, sobre todas las cosas, nos indica la relación directa que tiene con nuestra identidad más personal y sobre la identidad de lo humano. Se cuestiona también sobre la verdadera importancia de tratar de incidir en alguno de los procesos de las 10 mil millones de células que nos definen a cada una de las personas de nuestro mundo. Ciencia, filosofía, literatura y ética se entrelazan y se dan la mano en este libro.
Cargado con información científica de última generación Pablo Meyer nos ofrenda una pregunta: ¿Cuál es la frontera de lo humano? Ella empieza por la secuencia del genoma, que carga la historicidad y la genealogía, sigue por el desarrollo y por la melodía que lleva de la célula fecundada al organismo completo y, ahí, sólo ahí, empieza la aventura caótica e impredecible que es la vida
.
Es tan vasto el breve Genómica, el acertijo de lo humano, el libro de ciencia contemporánea de Pablo Meyer, que me llevó a recordar a Octavio Paz cuando en ese monumento a la poesía que es Piedra de Sol nos deslumbra en uno de sus versos: El mundo nace cuando dos se besan
. Y de allí no hay más que un paso para rememorar que durante la Pascua del año 54, mientras estaba en Efeso, Pablo decidió enviar a los corintios lo que, con el tiempo, se conoce como la Primera epístola de San Pablo a los Corintios y en ella les escribió, para que todos lo supiéramos: Aunque tenga el don de la profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia; aunque tenga plenitud de fe como para mover montañas, si no tengo amor, nada soy
.
Sí, aquí, en este libro científico, comprendemos una vez más que, en el arco de tiempo de la historia, el beso y el amor son, quizá, las singulares fronteras de lo humano.
Para Karina
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