Recuerdos I
engo la dicha de tener cuatro maravillosos hijos y 10 nietos que son la alegría de mis canas. Si bien de aquellos, dos fueron buenos aficionados a la más hermosa de las fiestas (uno llegó a tomar parte en un connotado festival habiendo cortado dos orejas), con el tiempo y un ganchito se fueron diluyendo aquellas aficiones, si bien uno de ellos asiste a la plaza una o dos tardes cuando los carteles lo motivan, aunque ya son tan escasas las combinaciones de lujo que ni eso, historia que se repite de familia en familia, porque a la actual empresa lo único que le interesa es el dinero del derecho de apartado y, para taparle el ojo al macho, uno o dos festejos de medio pelo
y paremos de contar.
Así las cosas.
Pero…, por fortuna, uno de mis nietos, Patricio de nombre, sin que sepa yo cuándo ni cómo, fue inoculado
por el gusanillo de la afición y hasta a una ganadería ha ido, quedando fascinando con una tienta de vaquillas y, en cuanto tiene ocasión, se prende de la tele y casi no habla atento a los detalles e incidencias de la lidia.
Y hace poco, me preguntó: ¿Abuelo, siempre te gustaron los toros? Y tuve que contestarle con la verdad, le hablé de mi padre –su bisabuelo–, de los ganaderos, de los matadores y los subalternos y, en verdad, estaba fascinado.
De pronto, me interrumpió y así me preguntó: ¿De qué te acuerdas de los toros cuando eras niño?
–De tantas y tantas cosas, le respondí.
Y, realmente emocionado, algo le fui narrando.
El inicio.
El ferrocarril
Era yo un niño, escasos cinco o seis años, y acompañé a mi mamá a despedir a mi papá que se iba con un tío mío, y muchos aficionados, a la población de Jasso, Hidalgo, para asistir a un banquete y de ahí a los toros, corrida en la que participaba Ricardo Torres, oriundo de aquella población y, según me relató mi madre, no dejé de llorar cuando mi padre abordó el tren y fue tan intenso el llanto que don Abraham le dijo: ¡me lo llevo!
Y me llevó.
Aquello fue para mí, la entrada a un mundo de ensueño: primero el ferrocarril, el trepidar de las ruedas, los silbidos y los paisajes y las mil incesantes conversaciones de los aficionados que atiborraban el vagón.
Y una buena parte de ellos, cargándome, hablándome, chiqueándome y yo en la gloria.
Recuerdo, entre brumas, que lloré cuando bajamos del tren, ya que era como dejar atrás aquel maravilloso sueño y –bien recuerdo– tomado de la mano de mi padre, llegué a un inmensa mesa y a poco estábamos sentados y comenzaron a servir la comida para quién sabe cuántas personas, que eran muchas.
¿Qué habré comido?
No lo sé, pero debe haberme gustado mucho, ya que siendo ya un jovencito, mi papá me comentó que había engullido como pelón de hospicio.
¿Sería barbacoa?
Tal vez.
El deslumbramiento
Ya con la barriga bien repleta
, vuelta a caminar y así llegamos a una especie de círculo de piedra, donde había mucha gente que no dejaba de hablar y gritar. Se escuchaban los sonidos, por lo que pregunté a mi papá qué era. Me dijo que una banda de música que iba a tocar en la corrida.
¿Qué serían banda y corrida?
No lo entendí, pero, tan bien protegido como iba, lo demás sería lo de menos.
Entramos y ahí comenzó todo.
Fue el deslumbramiento.
Colores en todo, en las vestimentas, en las barreras, en el arreglo floral del ruedo, en la madera y, además, unos olores muy peculiares, que años después reviví en El Toreo: el puro, la majada de los caballos y la madera de accesos y escaleras.
Vino la música, se abrió una puerta, salió un señor montado a caballo y tras de él, un grupo de hombres vestidos con hermosos colores y un griterío de los que estábamos arriba; todo me sacudió el alma y fue tal la impresión, que mi papá se asustó cuando se dio cuenta de que estaba llorando y es que fue ahí, en esos momentos, que aquella magia y aquel encantamiento se apoderaron de mi incipiente alma para no abandonarme jamás.
¡Y lo que siguió!
De pronto, no había ya nadie en el círculo de abajo y, rápidamente, abrieron una puerta y salió un toro y entonces un señor de aquellos vestidos de colores llevando una capa lo llevaba de un lado para otro, mientras unos gritaban y otros chiflaban.
(Continuará)
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