os recortes al gasto público, tanto el decidido para este año como el anunciado para 2016, han revelado una de las fallas mayores del sistema político que surgió de la transición a la democracia. También han puesto sobre la mesa uno de los grandes desafíos que hoy enfrenta el Estado para convertirse, como dicen quererlo muchos, en un efectivo Estado democrático.
La falla tiene que ver con la falta de un debate formal, organizado, en los órganos colegiados representativos del Estado sobre un tema primordial del cual no puede ausentarse Estado alguno. Me refiero al de las finanzas públicas que, en este caso, nos remite a su uso y asignación del gobierno.
Hacienda decidió, según su interpretación, el recorte; ciertamente la ley respectiva lo permite. Lo malo es que los partidos y sus legisladores renunciaron a ejercer, mínimamente, una de sus obligaciones fundamentales que es, además, un privilegio de la política democrática: cuestionar esas decisiones, investigar las razones del gobierno para hacerlo, así como las implicaciones directas e indirectas de dichas resoluciones.
La oposición, de existir, también podría convocar a la construcción de fórmulas alternativas, más promisorias o menos dañinas, para afrontar la debilidad de un Estado que se pone a temblar y pone a temblar al país cuando el precio de una materia prima, estratégica sin duda, se cae. Es decir, la democracia, encarnada en partidos, legisladores y opinión pública podrían dar cuenta de su existencia y obligar al gobierno a tomar en serio la cuestión fundamental que da sentido al Estado y permite dilucidar su carácter y contenido político y clasista. Nada de esto ni cercano a ello, ha ocurrido en estas semanas lúgubres.
La falta de un debate público sobre el recorte y las finanzas del Estado más que impedir propulsará la puja soterrada, por debajo de la mesa y del agua, que siempre se realizan dentro del sistema político y que se exacerba cuando se decide disminuir los recursos. Generalmente, este tipo de pugnas soterradas por los recursos financieros del gobierno da lugar al abuso y el desperdicio de unas finanzas de por sí mermadas, cuya asignación no obedece a programación alguna. El silencio de los inocentes de San Lázaro se extiende a todo el cuerpo legislativo nacional y el tan reverenciado constituyente permanente seguirá su siesta en tiempos tormentosos.
La opinión publicada, en realidad manufacturada desde los despachos corporativos y de la propia Secretaría de Hacienda, servirá de eco y caja de resonancia para el coro convencido de que no había otra ruta, a pesar de tantas y dolorosas lecciones de nuestra historia reciente y de las señales e imágenes de la impronta destructiva de la austeridad europea.
El Estado mexicano, mal organizado para proteger, recaudar y gastar, sufre además una crisis de representación que puede hacer erupción en junio próximo, pero que no ha dejado de lanzar fumarolas a todo lo largo del territorio nacional en los meses recientes. Los partidos no aceptan más intereses que los de sus dirigentes y profesionales, ni hacen avanzar proyectos y visiones sobre México y sus tremendos problemas. Tampoco sus dirigencias y sus legisladores han dado muestras de una mínima sensibilidad ante la cuestión social contemporánea, cruzada como antaño por nuestra marca histórica, una desigualdad inconmovible que sólo produce más pobreza.
La voz del subsuelo, tan temida por los porfirianos ante la caída del dictador, resuena en todos los ámbitos; se torna alarido y rabia, pero también violencia y abuso criminal, mientras en el Palacio y el Congreso pretende dormirse el bien ganado sueño de los justos.
Sin disposición a escuchar ni gana de discutir, el Estado se apoltrona para luego atrincherarse en un silencio ominoso y renunciar sin más al mandato ciudadano de convertirse ya, aquí y ahora, en un Estado fuerte por democrático, eficaz por participativo.
Y la nave va… no sabemos a dónde, pero guiada
por vientos impetuosos.