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El suelo y la vida Claudia Hidalgo y Jorge Etchevers Además de ser base fundamental del sistema de producción de alimentos, el suelo tiene funciones asociadas al sostenimiento de la vida en la tierra, lo que ocasiona una fuerte presión con respecto a su uso.
En conclusión, el suelo es algo mucho más importante para la supervivencia de los seres vivos que lo que apreciamos, en particular, para la especie humana. Su cuidado es tarea de todos los niveles: el internacional, por ello se ha creado una Alianza Mundial por el Suelo (FAO-ONU); gubernamental, estableciendo las políticas públicas para su conservación y recuperación; estatal y municipal, vigilando que éstas se cumplan; e individual, controlando que se cumplan las políticas, educando a la población desde su niñez para que comprenda su importancia y la necesidad de su preservación. Si el país pierde su suelo, pierde su capacidad para subsistir y para elegir su destino futuro. Campesinos, madre tierra Luis Bracamontes Nájera Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco
Para muchos agrónomos, el suelo no es más que un conjunto de elementos físicos, químicos y biológicos que sirve como sustrato para el crecimiento de los cultivos. Si bien se concibe como un sistema dinámico, sus características pueden ser medidas con base en estándares internacionales, como lo hace la clasificación de suelos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA por sus siglas en inglés). De la misma forma que la revolución verde intentó homogenizar la agricultura del mundo para ponerla al servicio de la acumulación capitalista, este tipo de clasificaciones busca integrar la diversidad edáfica de las innumerables culturas del mundo en un sistema que facilite la tarea del científico occidental. De lado quedan los marcos epistémicos que subyacen en cada cultura para concebir el suelo y su relación con él. Aunque la etnoedafología ha intentado aproximarse a las concepciones de estas culturas, ocupa un sitio marginal dentro de las ciencias del suelo y en ocasiones es, más bien, herramienta del despojo y la biopiratería. Sus estudios nos permiten acercarnos a cómo los campesinos y campesinas conciben y clasifican al suelo, sin embargo, sólo el diálogo de saberes puede romper con la relación sujeto-objeto, característica de la investigación científica, y permitirnos comprender de manera más profunda el papel que juegan elementos simbólicos, sociales y naturales en la forma de entender y relacionarse con él. En el contexto de las culturas mesoamericanas, el suelo es más bien tierra. El género cambia porque la concepción lo hace, la tierra es femenina y a ella se asocian la creación y mantenimiento de la vida; la tierra es la madre y es sagrada. Para los aztecas, la tierra estaba representada por tres diosas (quizá aspectos de la misma divinidad): Coatlicue, Cihuacóatl y Tlazoltéotl. Tlazoltéotl, la más importante en el culto azteca, era la madre de Centéotl, dios del maíz, patrona de los médicos y las parteras, provocaba y absolvía los pecados de lujuria, y estaba relacionada con la fertilidad y con la luna. Su nombre significa “la comedora de inmundicias” y representaba el principio femenino en el continuo ciclo de la vida y la muerte. Así, la tierra es un espacio de transformación; Tlazoltéotl comía los desperdicios para convertirlos en vida, en tierra fértil, concepción muy similar a la que actualmente tenemos sobre los ciclos de nutrientes y la descomposición de la materia orgánica en el suelo. La carga simbólica asociada y la importancia central que tiene la tierra para las culturas campesinas indígenas son justificadas, pues con base en ella se reproduce la vida. La existencia de estas culturas depende de una comprensión profunda de las condiciones de su entorno, de los procesos naturales y de las relaciones que establecen con los elementos del ecosistema. Un campesino está siempre atento a los cambios del suelo, conoce sus características, las particularidades de su manejo y su potencial productivo. Por lo tanto, también distingue entre diferentes tipos de tierras, la clasifican y las nombra.
Gracias los códices de Santa María Asunción y Vergara conocemos que los aztecas poseían una clasificación de tierras cuyos vestigios pueden rastrearse en las nomenclaturas campesinas actuales. Las tierras se nombran con base en características como color, textura, consistencia, retención de agua, proporción de materia orgánica y uso. Al mismo tiempo, cada nombre indica uno una característica sino un conjunto de ellas. Por ejemplo para los pueblos hñahñu (otomí) del Valle del Mezquital, la palabra t’axhai se refiere a una tierra blanca, delgada, medio arenosa, que sirve para sembrar cebada y que requiere de mucha agua y de ser abonada con estiércol para que produzca. Estas nomenclaturas son de creación y uso local y comunitario, y no pueden ser fácilmente extrapoladas a otros contextos, como ocurre con las clasificaciones internacionales. Incluso en comunidades cercanas, una misma palabra puede utilizarse para nombrar tierras con características algo distintas. Con el objetivo de facilitar los levantamientos de suelos, algunos etnoedafólogos han realizado estudios que comparan la correspondencia entre las clases de tierras campesinas y las clasificaciones científicas. Se ha observado que las clasificaciones campesinas son más precisas que algunas cartas edafológicas de instituciones académicas y de gobierno que no toman en cuenta aspectos relacionados con la historia y el manejo del suelo. Sin embargo, más que confrontar estos conocimientos, resulta más fructífera la complementación, siempre y cuando la finalidad sea la colaboración entre campesinos y académicos para fortalecer la autonomía de los pueblos indígenas y la defensa del territorio. La tierra es fundamento de las culturas campesinas, no es una mercancía ni un objeto de estudio, no es simplemente suelo, sino que es parte de un entramado simbólico, social y ecológico que permite la reproducción de la vida y la permanencia de los pueblos que resisten.
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