anzando por las calles del Centro Histórico, las calacas confirman una visión no por folklórica menos complaciente de México, una suerte de tarjeta postal envejecida donde los mitos –la fraternidad con la muerte– devienen show business, farsa posmoderna, aunque la tragedia, la verdadera, permanezca intocable entre los vivos. La verdad es que nadie se acostumbra al horror, a las periódicas matanzas que siguen marcando hitos en la desconfianza hacia la autoridad que investiga o persigue el delito o, lo que es igual, a las mismas instituciones creadas para preservar la seguridad y la justicia. Los hechos de Iguala y Cocula, ocurridos hace seis meses, tocan cuerdas vitales de nuestra existencia como sociedad, pues se suman a un rosario de crímenes impunes en los que la autoridad estatal tiene una responsabilidad ineludible, sin mencionar el 2 de octubre o la guerra sucia contra la guerrilla. Fue la reacción a ese estado de indefensión la que abrió paso a los defensores de los derechos humanos, cuyo movimiento creció en medio de la incomprensión casi general de una élites formadas en la justificación del principio de autoridad y en la interesada confusión entre el poder y la justicia.
Fue el cuestionamiento del movimiento estudiantil de 1968, en particular gracias a la defensa enarbolada para rebatir a la acusación oficial, lo que puso en jaque la miseria de la argumentación basada en el estado de derecho
, la cual sin sonrojarse hacía de la confesión la prueba reina y a la tortura la mejor manera de obtenerla (habría que rescatar el debate que acompaña la creación de la CNDH dirigida por Jorge Carpizo, sería útil).
Hoy el tema de la tortura, así como otros capítulos sustantivos de los derechos humanos, de nuevo adquieren relevancia y visibilidad en la sociedad mexicana. Cambios trascendentes en las normas correspondientes, así como la suscripción de instrumentos internacionales, perfilan nuevas necesidades cuyo origen, en definitiva, está en las exigencias democráticas de la sociedad que padece los embates de la impunidad. Y, sin embargo, la autoridad parece tener la piel demasiado fina como para admitir que, más allá de los logros obtenidos, hay un déficit real en el cumplimiento de los derechos humanos. La negativa, incluso la hostilidad con la cual la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha respondido lo mismo al Papa que a la ONU, dan cuenta de un problema político que el gobierno debe encarar sin falsas salidas. Como aseguran en una carta suscrita por distintas asociaciones contra la tortura, Es inaceptable que la SRE rechace que la tortura sea generalizada en México sin sustentar sus afirmaciones y sin explicar no solamente el alarmante aumento del número de quejas registradas por tortura y malos tratos por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y las comisiones estatales de Derechos Humanos desde 2006, así como el incremento de averiguaciones previas iniciadas por la Procuraduría General de la República por este delito; sino el hecho de que los innumerables casos documentados dan cuenta de patrones de conducta que se repiten diariamente en el país
, indicaron las organizaciones de derechos humanos.
En este punto, al igual que en el espinoso tema de las desapariciones forzadas, el gobierno quisiera evitar cualquier involucramiento que lo condenara ante la opinión pública y se resiste a conferirle a las denuncias un valor jurídico. Pero esa es justamente la lectura política de los derechos humanos que menos útil le resulta a la sociedad, pues a querer o no se trata de violaciones cometidas por el Estado, sin importar a qué nivel pertenezcan los perpetradores. Es muy importante distinguir, como lo hace el jurista Santiago Corcuera, cuál es el valor que tienen en el contexto de la ley respectiva, en este caso, la convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, de los términos que se usan, a fin de evitar las interpretaciones subjetivas que tanto confunden el debate.
Conviene, por ello, revisar qué dice la ley citada por Corcuera: Artículo 2. A los efectos de la presente convención, se entenderá por desaparición forzada
el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley.
Al calor del caso Iguala-Ayotzinapa se ha avivado la exigencia de que se aprueben por fin las reformas sobre la desaparición forzada que sin duda reforzarían la defensa de los derechos humanos, pero aún es necesario no extraer conclusiones a partir de una visión impresionista que puede inducir a errores importantes. En ese sentido, es preciso no confundir a los crímenes contra la humanidad con los crímenes de Estado, dice Corcuera, y agrega: Un crimen de Estado puede serlo sin constituir un crimen contra la humanidad. En efecto, para que un crimen de lesa humanidad lo sea, se requiere que se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque, y por un ataque contra una población civil se entiende una línea de conducta que implique la comisión múltiple de actos como la desaparición forzada o la tortura o las ejecuciones, contra una población civil, de conformidad con la política de un Estado de cometer ese ataque o para promover esa política. Creo, por lo tanto, que confunde los crímenes de lesa humanidad con los crímenes de Estado
(http://bordejuridico.com/fueelestado-respuesta-de-santiago-corcuera-a-maria-amparo-casar).
Lo más importante es que, detrás de la clarificación de los conceptos, prevalezca la voluntad de actuar para que la tortura y la desaparición forzada dejen de ser instrumentos del poder usados como recursos de la justicia
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