rasil vive una experiencia insólita. Tanto la Cámara de Diputados como el Senado son presididos por parlamentarios del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), principal partido de la base aliada que asegura mayoría al gobierno de Dilma Rousseff, del Partido del Trabajo (PT). Ocurre que ambos –el diputado Eduardo Cunha y el senador Renan Calheiros– están en guerra abierta contra Dilma y su gobierno. Resultado: determinan qué debe y qué no debe ser votado y cuándo. En otras palabras, reúnen en sus manos el efectivo poder de gobernar. Sin su aprobación, ninguna medida considerada esencial por el gobierno es llevada a votación. Y, a la vez, llevan a votación, para eufórica alegría de la oposición minoritaria, proyectos y medidas francamente contrarias a todos los planes de Dilma.
Al cierre del tercer mes del segundo mandato de Dilma, quien obtuvo la relección en una reñida disputa el pasado octubre, el país sigue viviendo una parálisis del Poder Ejecutivo, que coincide con la clara rebelión de los caciques que controlan al Poder Legislativo. Y así se fortalece la inquietante imagen de un gobierno fragilizado, acosado y sin dar muestras de lograr salir de su catatonía.
Las iniciativas, especialmente en la Cámara de Diputados, son de franco y claro desafío. Poco importan el cinismo y la ironía. Por ejemplo: conocido por su desmesurado apetito por puestos, cargos y presupuestos, y por su ducho manejo de todas las herramientas del chantaje, el PMDB ahora propone reducir el número de ministerios y secretarías nacionales con rango ministerial como forma de disminuir los gastos públicos. Si hasta hace dos meses los amagos de rebelión se daban precisamente a raíz de exigir más ministerios, ahora los veteranos negocistas tratan de lucirse como paladines de la contención y de la defensa de los intereses republicanos. Al mismo tiempo, amenazan con vetar las medidas de ajuste fiscal elaboradas por el gobierno para intentar equilibrar sus cuentas.
En el Senado se observa algo similar. El presidente de la casa, plenamente consciente de su poder, se da el lujo de negarse a dialogar con Dilma Rousseff. Prefiere negociar con el ministro de Hacienda, un tecnócrata neoliberal de conocida rigidez y ausencia total de nociones elementales del universo de la política.
Curiosamente, tanto Cunha como Calheiros están bajo investigación en la estela del gran escándalo de corrupción en Petrobras. Más allá de la insatisfacción provocada por el reparto de ministerios y secretarías a la hora de armar el nuevo gobierno, ser investigados despertó su sed de venganza personal, sin que importen las consecuencias.
Todo eso ocurre mientras el país enfrenta un complejo escenario económico. El pasado viernes se divulgó oficialmente el resultado de la economía en 2014. La escuálida expansión de 0.1 por ciento del PIB confirma que la economía está congelada. En sus primeros cuatro años de mandato, Dilma logró una media de crecimiento anual de 2.1 por ciento del PIB, la mitad de los 4 por ciento alcanzados por Lula en sus dos mandatos, e inferior a los 2.3 por ciento de Fernando Henrique Cardoso en sus ocho años.
También los índices de popularidad de Dilma y su gobierno se desplomaron de manera asustadora. Hasta el más pesimista de sus allegados y el más optimista de sus adversarios seguramente quedaron atónitos al ver que los índices de aprobación apenas superan el 10 por ciento. Y, más preocupante aún, en las clases más bajas, principal pilar electoral y político del PT de Lula da Silva y de Dilma, la figura de la mandataria, en este segundo y brevísimo mandato, se desvaneció.
Hay, es verdad, una inmensa campaña mediática contra el gobierno y el PT. Además, a cada día que pasa resulta evidente que el Poder Judiciario e inclusive órganos del Estado, como la Policía Federal, se dejaron alegremente seducir por las mieles de la fama y manipulan cuidadosamente las informaciones filtradas a los medios de comunicación. Con eso logran consolidar la sensación de que el PT de Lula es el detentor exclusivo de todo lo que se refiere a actos de corrupción ocurridos en el país. Jueces, comisarios de policía y fiscales se esmeran en filtrar denuncias específicas, no importa si comprobadas o no, siempre que el blanco sea el PT, en primer lugar, y luego sus aliados.
La suma de escenario económico complejo, gobierno frágil, aliados desleales, escándalo de corrupción, campaña mediática y manifestaciones callejeras meticulosamente programadas para parecer espontáneas
enturbia el panorama brasileño.
Un fantasma olvidado desde hace mucho, el del desempleo, volvió a asombrar a trabajadores de varios segmentos.
Es tenso el ambiente. Y lo que más preocupa al electorado de Dilma es la absoluta inacción del gobierno, que parece haberse resignado al callejón sin salida hacia donde fue empujado o se dejó empujar.