l subsecretario de Prevención y Participación Ciudadana de la Secretaría de Gobernación, Roberto Campa Cifrián, afirmó ayer que puede observarse un mejor comportamiento
de los indicadores gubernamentales de violencia en las zonas atendidas por los programas de prevención del delito. A renglón seguido, sin embargo, admitió que al gobierno federal le faltó visión
para detectar la crisis en Iguala, donde hace seis meses fueron desaparecidos 43 normalistas de Ayotzinapa; atribuyó la inacción de las autoridades ante esos hechos a que había más problemas en Acapulco y Zihuatanejo
y dijo que Iguala se deterioró en el último año y la verdad no estuvimos preparados para detectarlo
.
Tales afirmaciones autocríticas son reveladoras por cuanto implican un reconocimiento explícito de la inacción y desatención mostradas por el gobierno federal en turno frente a un evento delictivo particularmente atroz, como lo fue el asesinato y la desaparición de normalistas en Iguala ocurridos hace medio año. En términos generales, la admisión de que la acción gubernamental en uno de sus ámbitos básicos, la seguridad, adolece de falta de visión
y de preparación, lleva implícita una confesión de ineptitud, retrata la vulnerabilidad y riesgo que padece la mayor parte de la sociedad y trastoca una de las nociones más elementales del pacto social: que la población mantiene con sus impuestos a las autoridades políticas para que éstas garanticen la seguridad pública.
Por otra parte, dicho reconocimiento contrasta con la actitud autocomplaciente y soberbia que ha mostrado la administración peñista ante los numerosos señalamientos –formulados tanto en México como en el extranjero– respecto a la crisis de seguridad, legalidad y derechos humanos que se vive en el país. Muestra de ello es la reciente descalificación formulada por funcionarios del gobierno federal en contra del relator especial de la ONU para la tortura, Juan Méndez, a quien acusaron de irresponsable y poco ético
por su señalamiento –compartido por las más relevantes organizaciones humanitarias del país y del mundo– de que la tortura en México es una práctica generalizada.
Pero para que el elemento de autocrítica oficial formulado ayer por Campa tenga sentido se requiere que el gobierno federal, empezando por su titular, muestre una inequívoca voluntad política para reconocer los problemas en su justa dimensión, sin empeños por trasladar responsabilidades y sin regateos de la realidad; asuma como responsabilidad principal garantizar la paz y la tranquilidad de la población, y admita que, en la situación presente, debe emprenderse un viraje radical en las estrategias económica, social y de seguridad aún vigentes.