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El peor de los mundos El arranque del siglo se caracteriza por una crisis sistémica que incluye cambio climático y deterioro ecológico, astringencia energética, recesión económica… Y dentro del colapso múltiple, una crisis agrícola que se expresa en éxodos campesinos, carestía alimentaria y hambre. Hambre que aqueja a casi mil millones de personas. En años recientes aumentaron las cosechas e inventarios y bajaron los precios de los granos. Pero éstos siguen siendo relativamente más caros que hace una década. La crisis agrario-alimentaria y su saldo el hambre no son coyunturales y transitorios sino estructurales y prolongados. Y lo son pues en ellos se combinan problemas de producción y problemas de distribución. Es decir cosechas erráticas y tendencialmente insuficientes sobre las que se monta la especulación, tanto comercial como financiera, tanto de las grandes graneleras como de los tiburones de la bolsa. Según las proyecciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la agricultura mundial, que creció 2.1 por ciento la década pasada, en ésta crecerá sólo 1.4, un 0.7 por ciento menos. Esto significa que la oferta alimentaria, que durante la segunda mitad del siglo XX se expandía aceleradamente, aumenta ahora cada vez más despacio. Múltiples son las razones: El paquete tecnológico de la llamada “revolución verde” llegó a su límite; los recursos naturales están degradados, lo que incluye la fertilidad de los suelos y la disponibilidad de agua; el cambio climático hace más erráticas las cosechas; el alza histórica y coyuntural del petróleo encareció combustibles, fertilizantes, transportes…; muchos países, autosuficientes hace 30 años, desalentaron su producción alimentaria y hoy dependen de importaciones, y su demanda presiona sobre la producción de los excedentarios. El resultado por el lado de la oferta son situaciones recurrentes de inventarios disminuidos y reservas escasas. Al mismo tiempo la demanda sigue aumentando. En cuanto a la alimentaria tenemos: crecimiento sostenido de la población mundial, cambio de hábitos de los países emergentes hacia un mayor consumo de proteína animal y por tanto mayores requerimientos forrajeros. En cuanto a la industrial tenemos: crecimiento de la producción de etanol y biodiesel que presiona sobre el destino de cosechas que podrían ser para alimentación humana. El resultado es demanda alimentaria, forrajera e industrial incrementadas. Y sobre este tendencial desequilibrio entre una demanda que aumenta aceleradamente y una oferta que crece cada vez más lentamente, se monta la especulación. Tanto la de los grandes compradores y procesadores, como la que opera en las bolsas. La crisis no se resuelve sólo distribuyendo con equidad y eficacia, no se soluciona sólo acabando con los monopolios especulativos o acotándolos. Esto es muy necesario, pero la cuestión de fondo y las grandes preguntas que debemos responder se ubican en la producción: ¿qué necesitamos producir?, ¿dónde hay que producirlo?, ¿cómo debe ser producido?, ¿quiénes deben producirlo? El modelo productivo de la agricultura es el que está en crisis. Y sobre esta crisis se monta la crisis del sistema distributivo. Desde 2008 la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) enfatizaron que la solución estaba en impulsar de nuevo la agricultura campesina. El resultado fue contradictorio: El positivo: en algunos países de la periferia que confiados en las importaciones baratas habían desatendido o desmantelado su producción alimentaria, los gobiernos y algunos organismos multilaterales impulsaron la producción campesina. Acciones por las que hoy el incremento de la oferta agrícola mundial ya no viene como antes de los países centrales, sino sobre todo de los periféricos. El negativo: los altos precios de los productos agrícolas despertaron la ambición de los grandes capitales. Por un lado, por primera vez en muchos años poderosos inversionistas vieron en la producción agrícola la posibilidad de grandes negocios y un lucrativo refugio para la crisis de inversiones especulativas que se inició en 2008. Y comenzó en grande la compra de tierras. Paralelamente, gobiernos de naciones con dependencia alimentaria como los países petroleros árabes, o con necesidades de abasto pero también de expansión, como China, comenzaron a comprar grandes extensiones fuera de sus fronteras. El resultado: en diez años cambiaron de manos 300 millones de hectáreas, sobre todo en África y América Latina. En balance la privatización, concentración, extranjerización y financierización de la tierra y la agricultura le van ganando con mucho al módico impulso recibido por la pequeña y mediana agricultura campesina. En México confluyen los rasgos más negativos del colapso: sufrimos más que otros la carestía pues en 30 años desmantelamos seriamente nuestra producción alimentaria que nos había hecho autosuficientes; en contraste con otros países emergentes, aquí no hay políticas públicas orientadas a recuperar el dinamismo y apoyar la agricultura campesina; es verdad que diferencia de África y el resto de América Latina, la concentración y extranjerización de la tierra agrícola no ha avanzado tanto, pero todo indica que el presente gobierno se propone remediarlo facilitando aún más el acceso de las trasnacionales a nuestro territorio. En las dos décadas del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) el campo –que de por sí iba mal- empezó un curso ininterrumpido de decadencia: el PIB agropecuario pasó de 5.4 a 3.5 por ciento, casi dos puntos porcentuales menos; la superficie cultivada disminuyó unos cinco millones de hectáreas; el peso de las exportaciones agroalimentarias respecto del total de las exportaciones disminuyó al pasar de 7.3·a 6.1 por ciento; el peso de las importaciones agropecuarias respecto del total de importaciones aumentó pasando de 7.25 a 7.5 por ciento. Resultado: en 20 años de Tratado pasamos de tener un modesto superávit en la balanza agropecuaria de 539 millones de dólares, a enfrentar un abismal déficit de cinco mil 234 millones de dólares. Así hoy en México importamos cerca de la mitad de lo que comemos. Esto se refleja en un encarecimiento de los alimentos excepcionalmente alto en comparación con el resto del mundo: entre 2012 y 2013 en Estados Unidos la inflación en los precios al consumidor fue de uno por ciento, en los países de la OCDE fue en promedio de 2.1, en países como España, Francia y China fue de entre dos y tres por ciento, en México el encarecimiento fue de seis por ciento, casi tres veces más que el promedio de la OCDE, de la que formamos parte. La situación es insostenible y no podrá remontarse sin cambiar el modelo hoy imperante. Por una parte dependemos cada vez más de las importaciones, en un contexto de oferta global errática y precios altos. Por otra parte, la producción alimentaria interna depende cada vez más de un sector pequeño y privilegiado de nuestra agricultura: una producción empresarial de riego, intensiva y de altos rendimientos; un sector que concentra las tierras de mayor potencial: planicies costeras con riego por gravedad, que recibe más del 80 por ciento del crédito al campo y que acapara 60 por ciento de los subsidios públicos, que se ejercen mediante programas altamente regresivos; un sector ubicado sobre todo en el noroeste que cosecha cerca de 30 por ciento del maíz blanco y porcentajes aún mayores de otros granos; un sector que en las décadas recientes ha crecido en rendimientos y producción, pero que ya no da para mucho más pues su agricultura es muy costosa cuando los insumos se encarecen y depende por completo del agua cuando las sequías “atípicas” se vuelven recurrentes. Entre tanto, la producción alimentaria campesina ha perdido dinamismo, en ciertos casos disminuyó porcentualmente y en algunas regiones se desplomó. No podía ser de otro modo si consideramos que de los 5.5 millones de hectáreas que se cultivan, sólo el cuatro por ciento tiene crédito. México necesita urgentemente un fuerte golpe de timón. Un cambio de rumbo general y particularmente en el ámbito agropecuario. Respecto del campo, necesitamos modificar drásticamente los énfasis. Hay que pasar de fomentar exclusivamente la gran agricultura empresarial a fomentar también y sobre todo la pequeña y mediana agricultura campesina; de apostar principalmente a la agricultura de riego a impulsar también –donde es posible- la de temporal; de pensar sólo en grandes distritos de riego a fomentar también sistemas de regadío más modestos y un aprovechamiento de las aguas eficiente pero de menor escala; de una agricultura intensiva de altos costos económicos y ambientales, a una agricultura menos costosa y más amable con el medio ambiente; de una agricultura preocupada sólo por los rendimientos técnico-económicos, a una agricultura que busque también rendimientos socio ambientales; de una agricultura ubicada mayormente en el norte semiárido, con estrés hídrico y afectado crecientemente por sequías, a una agricultura ubicada también en el sur y el sureste donde abunda el agua; de una agricultura destinada a la exportación o controlada por los grandes compradores nacionales, a una agricultura que atienda también a los mercados regiones y el autoabasto.
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