as visitas de Estado a los grandes países del extranjero renuevan la confianza de las autoridades en sus propias fuerzas, mejoran su autoestima. En ese oasis temporal, aunque todo está atado anticipadamente, se oxigena la voluntad, la sensación de que aún hay oídos dispuestos a escuchar la saga reformadora del Presidente, el discurso cuyos brillos apagó la caída del petróleo y la barbarie, la realidad de un país que no sabe hacia dónde va pero quiere hacer negocios a escala global. En Londres, los cambios de guardia, las carrozas con vivos dorados, la pompa y circunstancia de la reina de Inglaterra, la curiosidad casi museográfica del Parlamento, ayudan a darle otra vuelta a los tiempos felices idos tan pronto, pero el Presidente, cercado por los hechos, admite que en México hay incredulidad y desconfianza.
La falta de credibilidad tiene numerosas fuentes, las cuales remiten a la situación objetiva del país en crisis. A varias de esas explicaciones se atiene el Presidente, pero me parece que no va muy lejos en ese gesto obligado de autocrítica. Cuando se habla hoy de la desconfianza no sólo se hace alusión al fracaso de ciertas políticas (o a su ausencia) o a la caída en las encuestas, al forcejeo entre grupos de interés, sino a un severo desajuste ideológico, político, cultural, entre lo que entiende el poder y la administración pública y aquello que requieren amplios sectores del pueblo y las élites.
Justo porque este gobierno consiguió ir más lejos en el tema de las reformas estructurales es que salta con mayor nitidez la disonancia entre el oficialismo y el conjunto de aspiraciones (democráticas) que debían remodelar al Estado en su conjunto, que es la tarea inconclusa de la llamada transición. Durante años vivimos a caballo entre el pasado y sus formas de ejercer el poder y una naciente legalidad democrática electoral. Hoy, se dice, el viejo Estado revolucionario es historia pero sigue sin nacer un nuevo régimen, pues conservamos como herencia los peores rasgos de aquel orden: la desigualdad, el centralismo, la corrupción, etcétera… Para el presidente Peña Nieto no había forma de eludir la cuestión: según la crónica de Rosa Elvira Vargas, ante el Parlamento aprovechó para decir: ‘‘En el pasado reciente vivimos momentos de dolor por hechos de barbarie cometidos por el crimen organizado’’. Esos hechos delictivos han puesto en evidencia ‘‘que tenemos que seguir fortaleciendo el estado de derecho, el respeto y protección a los derechos humanos, lo mismo que el combate a la corrupción’’, expresó.
Sin embargo, estos males no son simples lacras, una especie de reminiscencias del pasado que hace mutis, sino un problema moderno, si los hay, de gran envergadura que la simple evolución institucional no puede resolver por sí mismo, sin añadir más piezas a la confusión. No sólo se trata de un repunte del descontento entre todas las clases de la sociedad (con la evidente excepción de la minoría privilegiada), sino que este malestar está inscrito en la falta de un horizonte de verdaderos cambios políticos y sociales dirigidos a crear una nueva institucionalidad, puesto que la existente, parchada como la Constitución misma, carece de viabilidad. Este tema crucial no puede plantearse sin redefinir los fines del Estado y sin un programa capaz de orientar el rumbo a mediano plazo. Sin embargo, ni el gobierno ni los partidos en general actúan bajo ese principio de urgencia, lo cual también ayuda a explicar la aparición de distintas fobias antipolíticas, no siempre justificadas.
Si el pacto social originario se erosionó hasta hundirse en la retórica vacía del último nacionalismo revolucionario, el cascarón corporativo subyacente en la cultura política sobrevivió al nacimiento del ciudadano. Es falso que las instituciones y las reglas evolucionaron
sin más hasta hacerse democráticas, pues más bien perpetuaron formas fosilizadas que obstaculizan el cambio real. Por supuesto, diría Pero Grullo, las razones para la desconfianza no son las mismas entre los empresarios que quieren convertir al país en un negocio particular y los campesinos yaquis que luchan por el agua, pero es cada vez más evidente que el entramado legal e institucional no favorece la solución de los conflictos y más bien tiende a agravarlos.
En los años que vienen, México tendrá que atender los problemas derivados de este empantanamiento, del que será más o menos difícil de escapar si, al mismo tiempo, se obstruye la más profunda deliberación nacional.