Cultura
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Cincuenta minutos en globo
A

cudo, como de costumbre, a Wikipedia. Leo:

“Cinco semanas en globo de Julio Verne ostenta el orgullo de ser la primera obra del ciclo que el escritor intituló Viajes extraordinarios; ya reúne la mayor parte de los elementos que han hecho de su autor un clásico indiscutible. Cuando Verne acabó la novela en 1862 era muy consciente de haber creado ‘una novela de una forma nueva’.”

Hablar del escritor francés es útil para referirme a mi último viaje: el sábado pasado me sentí heroica; suele sucederme, como cuando fui a Australia o a la India: sobrevolé en globo aerostático las pirámides de Teotihuacán y me sentí ligeramente en el aire.

Salimos rumbo a Teotihuacán en la tardecita de un viernes de quincena. Recorrimos a vuelta de rueda todo Insurgentes, la avenida más larga del mundo (¿?), pasamos por Lindavista, por Tlanepantla y Ecatepec, sin jamás ver a los Indios Verdes, ¿habrán desaparecido?

Desembarcamos tres horas después en El Quinto Sol, nombre pertinente, adoptado por el hotel donde debíamos alojarnos. Nos levantamos de madrugada para iniciar nuestra aérea aventura con Luisa Valenzuela, la escritora argentina quien planeó este viaje, junto con Angelina y Francisco del Valle.

Una camioneta nos trasladó al campo de Fly Volare, así en inglés. Por el cielo un bello espectáculo, volaba un dirigible y globos de distintos colores; el nuestro ostentaba dibujos geométricos en zigzag, coloreados de rojo, verde, azul, amarillo, lila y morado, con el adecuado nombre de Serpentina. En la canastilla cabían seis personas, una pareja de recién casados y nosotros. Víctor Chiapa, un inteligente y diestro joven, hacía pruebas con los tanques de gas que habían de impulsarnos a las alturas; lo veíamos con admiración no exenta de temor por los posibles accidentes que los tanques de gas puedan ocasionar y el vértigo que suele provocar la altura.

Poco a poco nos fuimos elevando. De repente ya casi rozábamos la Pirámide del Sol, a lo lejos se veía la de la Luna, perfectamente restaurada con la simétrica Calzada de los Muertos. Recordé de inmediato y con nostalgia mis excursiones de adolescencia, cuando con mis compañeros de San Ildefonso –la Prepa 1, la única que entonces existía en la ciudad de México– subíamos con gran agilidad las escaleras que conducían a la cima: recordé también que hacía más de 30 años que no había vuelto a Teotihuacán.

Fuimos elevándonos a cerca de 400 metros de altura, el valle se ensanchaba rodeado de montañas, a lo lejos la punta del Popo, abajo las nopaleras y árboles de distinta catadura. También el caserío, donde hace 60 años no había nada, sólo el sitio arqueológico y el campo.

Víctor, el piloto, nos cuenta que en el viaje se gastan 200 kilos de gas, que el globo se impulsa con el viento y que él sólo puede encauzarlo para evitar accidentes. Una camioneta con varios trabajadores sigue el transcurso del globo, desciende lentamente, buscando un lugar adecuado para aterrizar, la operación más larga y complicada de todo el viaje. Ya muy cerca de la tierra nos enramamos ligeramente y en constantes subidas y bajadas buscamos un lugar seguro donde encallar. Los hombres bajan de la camioneta, afianzan con cuerdas la canastilla, la arrastran con todo y pasajeros, la detienen en lugar seguro y ayudan a los pasajeros a descender. Para bajarme a mí fue necesario traer una escalera portátil colocada dentro y fuera de la canastilla.

Ya en tierra, empieza la operación de desmontar el globo, sacarle el aire e irlo doblando con pericia para guardarlo, empequeñecido, en un saco de plástico, como se guardan esos modernos y ligerísimos abrigos que ahora nos defienden contra el frío.

Subimos junto con el globo a la camioneta. Nos espera un suculento desayuno y una copa de vino espumoso para celebrar el airoso final de la aventura, nuestros 50 minutos de gloria; brindamos luego en honor de los hermanos Montgolfier, quienes en 1782 descubrieron que al introducir aire caliente en un balón, éste se elevaba por los aires.

Twitter: @margo_glantz