Editorial
Ver día anteriorViernes 27 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Del fanatismo a la barbarie
L

a milicia fundamentalista Estado Islámico (EI) difundió ayer un video en que se observa a algunos de sus integrantes destruyendo piezas escultóricas milenarias en un museo en el norte de Irak. De acuerdo con expertos, entre las obras dañadas se encuentra la figura de un guardián de una puerta asiria de más de 2 mil 600 años de antigüedad, cuyo valor histórico es incalculable.

El hecho, que ha sido equiparado con la destrucción por los talibanes afganos de los legendarios Budas de Bamiyán, en 2001, pone en perspectiva la presencia, en el mundo contemporáneo, de fanatismos religiosos que desembocan lo mismo en prácticas deplorables –como la destrucción del patrimonio histórico universal– que en prácticas criminales e inhumanas, como los asesinatos masivos e incineraciones humanas difundidas en Internet por el propio EI.

Sería erróneo y peligroso asumir, sin embargo, que tales prácticas son inherentes al islam –religión profesada por una quinta parte de la población mundial, la inmensa mayoría de la cual pertenece a sectores moderados– o que se circunscriben al integrismo sunita.

El fundamentalismo religioso es, en cambio, un reflejo de la aspiración de movimientos ultraconservadores a imponer proyectos sociales y políticos en los que se conjugan el moralismo, la intransigencia y la intolerancia, y en ese abanico caben los integrismos islámicos y los de otras religiones.

Debe recordarse, a guisa de ejemplo, la variada y prolífica historia del terrorismo interno estadunidense –que por desgracia ha sido olvidada a consecuencia de política de seguridad adoptada tras los ataques del 11-S–, en la que confluyen el supremacismo blanco, grupos de ultraderecha, organizaciones cristianas y aun grupos que se reclaman ambientalistas y animalistas.

Por lo que hace a nuestro país, son de sobra conocidos los episodios de intolerancia y violencia cometidos por grupúsculos fanáticos, entre los que destacan la reacción de los conservadores durante el proceso de modificaciones legales que terminaron por la separación de la Iglesia y el Estado (periodo conocido como la Guerra de Reforma) y la barbarie ejercida por agrupaciones cristeras en los años 30 del siglo pasado, periodo en que la jerarquía católica del país promovió la intolerancia hacia los maestros y otros servidores públicos, quienes eran con frecuencia víctimas de agresiones de turbas fanatizadas de creyentes. Esa intolerancia se ha mantenido soterrada en diversas regiones, aunque ya no necesariamente contra los normalistas y los planteles escolares, sino contra minorías religiosas, políticas, ideológicas o sexuales y contra forasteros.

Cuando el fanatismo religioso se articula con organizaciones armadas regulares o irregulares, el resultado suele ser la configuración de escenarios de extremada violencia.

La intolerancia extrema, en suma, afecta a todas las religiones y culturas, y ante esa realidad se vuelve particularmente necesario que las autoridades seculares y religiosas del planeta apuesten por difundir entre sus sociedades valores como la apertura, la pluralidad, el respeto y la sensibilidad hacia lo diferente.