n algún intercambio con alumnos de la UNAM, surgió el tema ¿votar o no votar en Guerrero?
Sobre la pregunta, de inmediato hubo una avalancha de respuestas negativas: si la ciudadanía guerrerense ha perdido toda confianza en sus autoridades, como se demuestra claramente en los recientes acontecimientos, incluso trágicos: traición de los alcaldes de Iguala y de las autoridades policiacas de Cocula, si se ha demostrado que el gobernador y sus familiares han estado metidos en el contrabando de drogas y en el lavado de dinero, si se ha hecho claro que las autoridades encargadas de reconstruir las ciudades desbaratadas por las recientes tempestades han aprovechado personalmente esos recursos, si se demuestra que prácticamente representantes de todos los partidos están involucrados en actos ilegales y en una corrupción escandalosa, ¿de qué manera o por qué obligar a la ciudadanía a elegir a otras
autoridades sobre las que no se tiene ninguna confianza, o que se descubrirá muy pronto su actividad ilegal o delincuencial?
Y continuaban argumentando: la decisión de no votar, si fuera abundante, ¿no daría una señal inequívoca de que el pueblo de México, al menos los guerrerenses, están ya hasta la madre
y absolutamente excedidos por las prácticas ilegales de sus autoridades, de quienes se sienten ya distantes y sin la vocación o necesidad de elegir a otras que seguramente serán lo mismo o muy semejantes a las anteriores? Buena parte de los participantes en estas discusiones lo hacían en tal dirección de rechazo y de llevar a cabo nuevas elecciones, pero de ninguna manera tendrían el apoyo de la gran mayoría.
Otros, también muy abundantes, sostenían que resultaba una locura el simplemente no asistir a las urnas en las elecciones del próximo junio, que en definitiva sería dejarle el campo abierto al PRI, y que después no habría ningún argumento para establecer críticas y querellas, incluso de orden judicial, en contra de las elecciones mismas y de las próximas autoridades. Insistían en que tal estrategia resultaba absurda en la medida en que implicaba una renuncia al ejercicio de los propios derechos y, en el fondo, un abandono vergonzoso del campo político en Guerrero, a pesar de que el PRI parece estar en el origen de los principales problemas actuales. Sí votar, con argumentos de fondo, y luchar por el voto y por el castigo de los funcionarios que se hagan acreedores a alguna pena.
Después de una larga discusión como esa resultaba imposible, por supuesto, que hubiera un acercamiento o un principio de acuerdo entre los dos bandos, con la evidencia para unos y otros de que las posiciones parecían irreconciliables (aproximadamente la mitad de cada lado), entre grupos aproximadamente divididos por mitad. Yo quiero pensar, en cierta forma como testigo principal de la discusión, que el peso mayor de los argumentos lo expusieron, sin embargo, los partidarios del sí, diría con un método más riguroso y racional, en tanto que los partidarios de la negativa asumieron, digamos, una posición fundada sobre todo en razones emocionales. Fuertes los argumentos, pero tal vez menos convincentes.
Por supuesto, más allá de la cuestión planteada, un elemento común de la discusión era el de la profunda desconfianza de unos y otros, de tirios y troyanos, ante las instituciones y poderes públicos, a quienes ven, en todos los niveles, con un gran desapego y desconfianza. Y pienso que, en el fondo, este es el gran problema o la gran crisis por la que atraviesa México. La primera cuestión a resolver en nuestro país, en estos tiempos tan difíciles, es precisamente la de resolver desde la raíz la cuestión de la confianza (al menos una confianza mínima, que se ha perdido), acerca de las autoridades.
Se me dirá con razón que los primeros pasos en tal sentido han de ser emprendidos por las propias autoridades, y que sin ellos resulta imposible cualquier normalización
pensada. Tal cosa significa que no deben esperarse pasivamente las señales de tal normalización, sino que deben afirmarse y exigirse militantemente por la ciudadanía entera, es decir, que la reconstrucción sana de la autoridad, para hacerse posible, es también hoy una batalla que debe emprender el gobierno, pero también y sobre todo la ciudadanía, ya que se trata de una de las necesidades más urgentes del país, para restablecer lo más sanamente posible esa relación tan necesaria entre gobernados y gobernantes, pero sobre las bases de una gran transparencia que es su imprescindible fundamento.
Por supuesto, el secreto de esa limpieza
y de esa autenticidad
de las relaciones entre gobernados y gobernantes tiene un nombre, que es la clave del problema y su secreto profundo: la democracia. Es decir, únicamente sobre la base de una genuina democracia, en funciones efectivas, se podrá resolver de fondo la cuestión anterior, que por eso resulta tan difícil y hasta remota. Porque no sólo se trata de la supuesta democracia de las formas
, que también debe existir, sino de una democracia profunda que sicológica y culturalmente haya penetrado no sólo en los individuos de la sociedad, sino en grupos, partidos y órganos de gobierno. Ello significa que no se podrá gobernar ya sobre el orden de las preferencias y las concesiones de privilegios, porque tal cosa penetra y prostituye de inmediato y sin remedio al cuerpo social, haciendo cada vez más difícil su reconstrucción.
La genuina democracia, con todas sus dificultades, resulta hoy, pues, un fundamento y un supuesto imprescindible de cualquier gobierno civilizado, y la guía necesaria para resolver los más graves problemas sociales. Lo cual es imposible en una sociedad con tamañas desigualdades en todos los órdenes, como en México, y con tantas personas y territorios que se agotan en la miseria, en tanto que otros pocos dicen gozar de la riqueza adquirida, por cualquier medio, a veces y hasta por excepción por medios honestos.