l tratado de asilo de Caracas de 1954 contiene, en unas cuantas páginas, algunos principios que justifican cualquier acción que un jefe de misión, léase embajador extraordinario y plenipotenciario, pudiera verse obligado a llevar a cabo, incluso si en ello pudiera poner también en riesgo su propia vida, cuando se viven las consecuencias de la ejecución de un estado de excepción, conocido con el nombre de golpe de Estado.
Hay otros casos en los que también resultan arriesgados los cargos en el servicio exterior, pero yo diría que éstos más bien se circunscriben a terremotos, inundaciones, tormentas, inundaciones e incluso tsunamis, y desde luego, el desencadenamiento de conflictos de carácter bélico con cierto grado de imprevisión, lo cual no es, como bien sabemos, muy frecuente. Las blitzkriegs que precedieron a la Segunda Guerra Mundial son claro caso de imprevisión. Desde luego, no de Hitler, que tuvo que prepararlas durante largos meses, o años, pero las poblaciones atacadas de Austria, Polonia, Checoslovaquia y, desde luego, Etiopía, aunque el autor responsable fuera Mussolini, ellos sí que lo supieron pronto.
Los cañonazos y las explosiones de las bombas, que no únicamente les daban una trágica, violenta información, les dejaban ya, para mucho tiempo, el día, el instante de las fechas que habrían de quedar en sus propias mentes, también en los libros, y en millones de lo que fuera la fisonomía misma del planeta. Además del dolor físico, de la mutilación de sus cuerpos, además de toda esta tragedia humana, soportar la desaparicición de padres o de hijos que dejaban a seres humanos de todas las edades, a las familias mutiladas también, niños sin padres y de igual modo, adultos sin compañero, hombres o mujeres, no había distinción alguna, ni tampoco la nacionalidad contaba para obtener inmunidad, como en el caso del asilo que, por cierto, ya desatada la violencia, ni el carnet que acreditaba al diplomático, en los términos de la convenciones de Viena de 1963, les dieron ninguna garantía que pudiera asegurar la integridad ni la vida misma, sino que hubo casos en que se exacerbaba la violencia, identificados los diplomáticos.
Dice don Antonio Carrillo Flores en Reflexiones y testimonio acerca de la política exterior y la diplomacia mexicanas
(en el libro Política exterior de México, 175 años de historia, que lleva prólogo del embajador y ex secretario de Relaciones Exteriores Bernardo Sepúlveda Amor): “Hay actualmente situaciones en que se piensa que algunos de esos principios parecen estar en conflicto –la no intervención frente a los derechos humanos es un caso típico–; por eso pienso que un gobierno debe mantener un posición flexible, de manera que pueda actuar de acuerdo con lo que las circunstancias concretas aconsejen, pues los principios son ingrediente necesario pero en ocasiones, no suficientes en la ejecución de una polílitica exterior”.
Lo dicho por don Antonio es una parte físicamente pequeña, si la comparamos con el contenido de la colección impresa por la propia secrertaría, en 1985. A mí me parece que incluso había todavía algo más por incluir, aunque el esfuerzo que significó debe haber sido muy importante, y de gran utilidad para quienes nos interesamos en la política exterior de nuestro país.
Precisamente el gran embajador y también secretario de Relaciones Exteriores Antonio Carrillo Flores dio la coincidencia de que estaba en Santiago de Chile, asistiendo a un congreso que organizó la SELA, filial de la ONU. En septiembre de 1973, que, como el lector probablemente sabe, su servidor era embajador extraordinario y plenipotenciario en esos tristes y trepidantes días en que sobre casas y edificios se dio rienda suelta a la furia de Augusto Pinochet, y ya encarrerados, pues además de haber atacado el palacio de gobierno y entre otras muchas casas, edificios, instalaciones industriales, mediante cohetes lanzados desde jets que dieron en el centro mismo de La Moneda, donde estaban el presidente Salvador Allende, acompañado de sus hijas Isabel y Tatis (Beatriz), a quienes el propio Allende sacó de palacio en medio de una gran balacera.
Salvador Allende se quitó la vida para que perdurara para siempre la del presidente de Chile, país hermano de donde vinieron al México de Benito Juárez, desde Copiapó, y llegaron 9 mil kilómetros, con los medios de transporte obviamente correspondientes a los finales del siglo XIX, para apoyar a Benito Juárez que defendía el territorio y a todos los mexicanos, del príncipe Maximiliano de Habsburgo, y de la hermosa princesa que lo acompañaba. Ni la de ella, ni la de la princesa también cuya hermosura fue ofrecida a cambio de la aministía de Maximiliano en el mismísimo San Luis Potosí. Como bien sabemos, el príncipe y algún paisano que sí dio la cara a su traición fueron muertos con los fusiles de la guardia queretana en el cerro de las Campanas.
A don Antonio Carrillo Flores, en cumplimiento de nuestra obligación, se le dio la protección que le correspondía, en la embajada, y con otros mexicanos de grandes méritos, como el licenciado David Ibarra. No fue fácil conseguir los salvoconductos indispensables.
Me queda el grato recuerdo de los mexicanos que me ofrecieron los asientos que les tocaban por derecho y por amistad, y esperaron a que llegara el siguiente avión, que estaba cerca, por cierto, impedido de aterrizar en Santiago por su torre de control. Tuvo que hacerlo en Jujuy, cerca de Mendoza, ya en la cordillera de los Andes, en la vertiente oriental o muy cerca, perteneciente a Argentina.