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Sembrar palabras
M

ientras Cristóbal Colón se afanaba por insuflar paciencia a los miembros de la tripulación que en el último tercio de 1492 llegaría a las costas de lo que hasta hoy seguimos llamando el nuevo mundo, Antonio de Nebrija bregaba con las palabras, trataba de encontrarles norma, las iluminaba, hasta que, finalmente, sueño que sonriente, también dedicó su obra a Isabel La Católica, le colocó el punto final y la nombró Gramática de la lengua castellana. Fue el primer esfuerzo para darle orden y concierto a nuestra lengua y así, ya con la normalización como espejo, pudo en 1494 concluir sus celebres diccionarios latín-castellano, castellano-latín. El deseo y la apetencia por entender a las palabras se convirtieron en un regalo que, como noria cuya circunferencia se ensancha en cada aliento de vida que se convierte en escritura o dicho, llega hasta nosotros como una representación del infinito.

Nada de esto sabía cuando llegó a mis manos el pequeño diccionario de bolsillo y tapas amarillas que Francisco Márquez, maestro de la escuela pública mexicana, con ingenio, después de dedicarlo con vieja pluma fuente, me ofreció como premio de su humilde concurso de lengua nacional de quinto grado. Gracias a él pude entrever el infinito universo de significados que guardan las palabras. Es ejemplo del maestro que colmado de suaves maneras y paciencia a toda prueba le enseñó, contra toda suposición de éxito, a curiosos y ruidosos niños tropicales los caminos que nos llevan al mundo a través de la letra impresa.

Así nació mi amor por los diccionarios, esos instrumentos cargados de eternidad que con inmenso trabajo detrás de cada una de sus líneas y embebidos de denodada imaginación, nos llevan de la mano a desentrañar los sentidos del universo caminando por las veredas de la palabra. Cuando la vida se disfraza de melancolía, a ellos regreso para ritmar el flujo y la marea de mis días.

Tres me acompañan en los últimos tiempos y, entre ellos, uno no se despega de mi mesa. El Diccionario de Mejicanismos, de Francisco J. Santamaría, es un portento de erudición y compromiso con las palabras de su pueblo. Publicado en 1959, continúa con admiración el emprendido por Joaquín García Icazbalceta y que se detuvo en 1894 en la letra G por la muerte de su autor. Como lo prometió en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, Santamaría llevó su diccionario hasta la Z compartiendo su sapiencia al contarnos en su antepenúltima entrada el significado y uso de la palabra zurronear: Obligar por castigo correccional a cargar el zurrón, acarreando basura u otras cosas, a los detenidos y borrachines, en las cárceles municipales. Los otros son el Abecedario, de Czeslaw Milosz, insondable libro de memorias que dispone la vida de su autor en entradas alfabéticas que lo mismo nos llevan a conocer la geografía de sus sentimientos y creencias, que sus relaciones con dios, con poetas coetáneos, con estaciones de sus años, con los ríos de su infancia y juventud, con recuerdos de amores primigenios. Es el diccionario de su vida que en dos versos suyos se contiene: Mi mano lo describe en tierra ajena…/Quizá porque ocurrió tal y como lo recuerda. Y, desde hace seis años, el Dictionnaire amoureaux du Mexique, de Jean-Claude Carrière, que el gran compañero de Luis Buñuel escribe en 2009 para celebrar su casi medio siglo de visitar a México. Allí, Carrière nos invita a compartir el amor que le despierta descubrir la grandeza de lugares, fiestas, personajes, movimientos sociales, paisajes, dichos, comidas, en cada una de sus vueltas por nuestro territorio.

A esas maravillas del conocimiento y la curiosidad se sumó hace unos días el Abecedario lúdico, de José Antonio Lugo, escritor entrañable que, ungido de humildad, redondea el título de su diccionario diciendo Escribe escribano. Convidado por María Romero, diseñadora, juntos decidieron invitar a un joven ilustrador mexicano para que acompañara con ánimo de juego a cada una de las letras de sus entradas. Allí encontramos mil y un conocimientos curiosos y doctos de las cosas de la vida y la cultura mexicanas, a las que se suman invitaciones a conocer geografías y saberes de otras épocas, otros lugares, otras realidades. Desde el cariñito de la C, hasta la rareza de la W que más bien asemeja un acordeón extendido, pasando por la B que es como la hermana gorda de la A y también la que señala a una de las radiodifusoras con más historia de nuestro país, la I que es como una ficha de dominó vista de perfil, la P que nos regala papa en sopa o nos otorga seña de diferentes al nombrar a Pepe, la T que nos recuerda que los tesalonicenses recibieron innumerables epístolas y que nombra al gran cómico que es nuestro Tin Tan, la Z que nos trae de inmediato a Ramón López Velarde a cuento; así, el Abecedario de José Antonio Lugo nos abre la puerta para recordarnos que la gramática no es ciencia aburrida y oculta, sino que es arte y destreza que nos otorga pasaporte para jugar con nuestro lengua.

Del regalo que nos otorgó Antonio de Nebrija en 1492 a la aventura que nos propone José Antonio Lugo en 2015 hay 523 años, una bisagra de tiempo que, como en un cáliz, nos hace sembrar palabras para alcanzar la eternidad amando a nuestro idioma.

Twitter: @cesar_moheno